Clase de música en Las Lomas
Nueve amigos se reúnen para experimentar la rabia, el encanto y lo inexplicable a partes iguales
Primero es la guerra… Termina la Quinta Sinfonía (1943) de Ralph Vaughan Williams (1872-1958). Desconcierta la siniestra tranquilidad que la atraviesa. Habla sobre destrucción, habla sobre asesinatos, y sin embargo por momentos suena tan plácida que es posible imaginar a una familia que descansa risueña sobre la alta hierba de la campiña inglesa.
—No me gusta nada; no le encuentro ni un solo sonido interesante— Omar vivió en Barcelona la Guerra Civil y en 1939 se mudó a París para vivir la Segunda Guerra Mundial. No va a tolerar que un compositor le hable así, introspectivamente, sereno e inmóvil, como si estuviera adormilado, sobre la guerra—. Es la música más aburrida que he escuchado en toda mi vida.
Nueve amigos jubilados me han contratado para que dos miércoles al mes les ponga música. Siete mujeres y dos hombres. Los aterra la idea de perder la costumbre de reunirse, y la música —tener a un maestro— es el pretexto —hermoso e inagotable— para seguir viéndose. Rotan las casas y el anfitrión en turno adquiere la obligación sensual de —tras la clase, a las 11 de la noche— ofrecer una cena con vino.
—Vaughan Williams, en su Cuarta, retrata el estruendo mecánico de la guerra: un horror ruidoso, sin tregua, de fuego y llanto y destructivas herramientas. En la Quinta, en cambio, el retrato es sobre cómo la maldad endurece sin emociones, lenta, muda, fría, oscura, el corazón humano.
—Este inglés podrá decir que quiso resolver el misterio de la Trinidad. Lo único real es que en más de 40 minutos no pudo construir, ya no digamos un pasaje original, sino ni siquiera interesante —Mercedes, la esposa de Omar, me mira con noble malicia. Le encanta la música, y también, cuando el sonido la molesta, le encanta provocar revueltas—. Es un compositor aburridísimo, de esos farsantes, y lo digo con todo respeto, que impresionan con discursos de sonoros pedos para luego cagar aguado.
La sesión de esta noche se celebra en el departamento de Eloísa: piso 12 en un edificio de Sierra Fría casi esquina con Montañas Calizas. Llueve en Las Lomas. Sobre una mesita de piedra volcánica, al centro de la sala de música, hay berenjenas, espárragos, almendras, pan y paté de ganso repartidos en platitos de porcelana. Por la ventana, a la derecha, se ven un barranco, un parque y muy a lo lejos las luces de un extraño —porque brilla entre árboles con un resplandor blanco— pueblo en miniatura: el Panteón de Dolores. Y luego viene la muerte. —Escucharemos de Eduard Tubin (1905-1982), compositor estonio, el Réquiem que dedicó a los soldados caídos durante la guerra de independencia de su país. Tardó 29 años en terminarlo (de 1950 a 1979). Está escrito para contralto, coro masculino, órgano, trompeta y percusiones. Es música sin cuerdas, de áridos colores sombríos y feroces. Los primeros versos, de Henrik Visnapuu, dicen: “¡Qué hermoso es morir aún joven/ irse a dormir como el sol que se pone!”.
Los nueve amigos... A veces, la música los divierte, como con Joachim Raff. A veces, la música los intriga, como con Alan Hovhaness. A veces la música los divide, como con Ricardo Castro. Y a veces la música los enoja, como con Vaughan Williams. Pero a veces, como ahora, la música logra acercar sus almas hacia lo inexplicable.
Los nueve amigos —inmóviles, retraídos— escuchan el dolor de los jóvenes en la guerra. Un sufrimiento lleno de detalles cotidianos, que hace sonar otra guerra: sin héroes ni grandeza, solo muerte y la comida que se pudre en ollas gigantescas porque de los 150 miembros de un batallón regresaron únicamente dos; dos —un soldado raso y una francotiradora— que al poco tiempo fueron capturados.
—En este quinto y último movimiento, los dos jóvenes son llevados al desierto para ser fusilados. Escucharemos redobles de tambores. La trompeta representa la fe y el órgano representa la nada. Escucharemos cómo dialogan y pelean. A la mitad retumbarán las fúnebres voces del coro de hombres; narrarán una historia sobre cómo, en el pueblo, por cada soldado muerto una madre pinta con aerosol, en la puerta de su casa, una cruz negra. El canto de la trompeta será nostálgico y lírico; cada vez se volverá más suave, cada vez se volverá más lento. El sonido del órgano será diabólico. Al final fusilarán a los dos soldados y surgirá la inevitable pregunta: ¿cuál es el destino de sus almas: otra vida más allá de la muerte o la nada? Y Tubin no abre duda posible: la trompeta intenta imponer su canción triste, pero el órgano la aniquila y permanece vibrando en el aire —sórdido, brutal— el sonido vacío de su pedal.
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