El más allá es el más acá
Justo en el momento en que el lector se cree instalado en una de esas novelas rosas con jovencitas insatisfechas y soñadoras, cuando más acentuada es la promesa de anacronía, Fuego 20 tuerce el rumbo para dirigirse hacia la tierra inmaterial de los fantasmas. El giro es endiabladamente calculado, y proyectado con eficiencia narrativa, pero no basta para borrar la sensación de estar frente a una novela que sirve con exceso a la nostalgia.
El marco es el sur de la Ciudad de México en la década de 1980 y el interruptor es el incendio de la Cineteca Nacional. Por uno y a partir del otro se mueven los protagonistas de la novela: Saturnina, demasiado ocupada en cultivar la imagen idealizada de un tío defraudador y ya muerto, y Arturo, quien no deja de procurar la mediocridad. Pertenecen a una clase media aburrida de los estudios universitarios que llena los fines de semana con cine y ron. Sus existencias avanzan en un principio de modo paralelo pero más adelante se tocan gracias a la intervención de un objeto sobrenatural: una pulsera, intermediaria entre la voz que habita el más allá y se manifiesta en el más acá.
Aunque este talismán conduce hacia una dimensión fantástica, Fuego 20 prefiere concentrarse en los cuadros de costumbres: la moda en uso, la música en boca de todos, las películas de los circuitos comerciales y los cineclubes, ciertos lugares de los que algunos tenemos buenos y tristes recuerdos, los modales afectados de la burguesía con aspiraciones políticas. Parece una estrategia adecuada para introducir un retrato de época pero Ana García Bergua pierde mucho tiempo recreando. A ratos largos la recreación parece incluso el propósito sin el cual los encuentros y extravíos de los personajes no tendrían razón de ser. Digamos que la novela rosa que en un inicio creíamos haber dejado atrás por obra de la metamorfosis de Saturnina termina por imponer sus reglas.
Y es que Fuego 20 toma su impulso de la impostura: para deshacerse del aburrimiento, Saturnina finge ser otra —ambiciosa, promiscua, deslenguada— y este acto, en apariencia inocente, pronostica su ingreso a una suerte de infierno donde abundan los placeres y las recompensas materiales. Pero el infierno, por desgracia para el lector, remite a una comedia de Angélica María, poblada por galanes que llevan y traen mujeres hermosas en un descapotable y empleados de confianza tan solícitos y discretos como el diablo.
Fuego 20 invita a leerse en horario para toda la familia. Ofrece algunas dosis de crítica social, se mofa del maquillaje intelectual, caricaturiza la falsa humildad de aquellas viejas familias jodidas, pone un pie en el cuello de la frivolidad que se hace pasar por altruismo. Y qué lástima. ¿Con una idea y unas intuiciones tan prometedoras, dejarse conducir por los apetitos del público?