MEMORIA DE RAÚL RENÁN
(1928-2017)
LA POESÍA COMO CONVERSACIÓN
Raúl Renán rompía con el prototipo romántico de la poesía como un monólogo exaltado y practicó ese arte como una de las formas supremas de la conversación. Su obra y vida literarias transcurrieron en la luz y el bullicio de los lugares públicos: en las agencias de publicidad donde coincidió con una generación prodigiosa de escritores; en las mañanas o tardes de café; en los talleres literarios en los que forjó a varias generaciones o en las tertulias con los amigos, donde daba cátedra de su capacidad de escuchar, de su curiosidad e interés genuino por el otro (nada lastra más la conversación que la egolatría) y de su gozosa erudición e inteligencia. Su poesía es otra dimensión de ese arte de la conversación: una lírica que adoptó los más diversos interlocutores desde los clásicos grecolatinos hasta las vanguardias, prodigando a todos su atención, homenajeando a cada uno con un matiz propio y demostrando que la conversación, junto con la sonrisa, son los actos más genuinamente humanos. Armando González Torres
EL CRONÓMETRO Y EL RUISEÑOR
Desde la arbitrariedad cronológica, Raúl Renán pertenecería a la Generación de Medio Siglo. Tomando en cuenta su participación en el consejo editorial de la revista Estaciones —allí aparece como Raúl Renán González—, podría ubicarse también en la promoción de jóvenes escritores que dieron sus primeros pasos en esta publicación auspiciada por Elías Nandino, al lado de Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco o Francisco Cervantes. Más allá de rótulos y círculos literarios, el autor de
La gramática fantástica (1983) desestimó cualquier posible precocidad o carrera de escritor, para elegir la paz horaciana de los márgenes y se dio a la demorada tarea de encontrar un timbre y un paisaje capaz de permitirle decir su fervor por
las queridas cosas de este mundo. Localizó en los clásicos grecolatinos temas y variaciones para explicarse el presente histórico y el íntimo. Editor lúdico, curioso y audaz, el arte de la tipografía abrió puertas al campo para la experimentación de una escritura ajena a las modas y demás complacencias. La invitación para leerlo y releerlo pondrá al descubierto una obra de excéntrica seducción y poderosamente entrañable. Ernesto Lumbreras
EL SILENCIO Y EL LABERINTO
La escritura de Raúl Renán es atizada por la pasión amorosa, por el gusto por la vida, por la emoción de las cosas nuevas, de la experimentación —esa constante en su poesía, en su prosa, en su labor como editor.
La poesía de Raúl va de lo cotidiano al homenaje de la lírica griega y latina, de lo social a la introspección, de la contemplación de la naturaleza al erotismo, siempre con un espíritu alegre, juguetón. En la serie “Del santo oficio del amor”, por ejemplo, al prevenir sobre los secretos de la cópula, dice: “Las orejas del amor/ son para aconsejar/ durante el abrazo/ que soltarse/ es peligroso/ porque en lugar de venir/ nos vamos”.
Nada escapa al interés de Renán: escribe sonetos a la cáscara de naranja, al aire, al agua, a la desazón; transita por la prosa y el verso con la naturalidad de viajero consumado, y al trazar su autorretrato expresa: “Así quedan aquestos los papeles en blanco que esculturan mi rostro. En un ojo el silencio y en el otro el laberinto astillado”. José Luis Martínez S.
UN GRANO DE ARROZ
Raúl Renán postuló “Todo es incipit” en el único decálogo que publicó, “Minidecálogo de la ley del minirrelato”, donde sostuvo el principio de su poética sobre la narrativa breve: Gramática
fantástica (1983), Los silencios de Homero (1998), Cuadernos en breve (1999) y Cosas de la rutina
grosera (2014), género donde se asentó como un pionero por la composición, arquitecturas narrativas, héroes siempre menores, experimentalismo, celebración de la vida, elogio de “las queridas cosas” y el ingenio lingüístico con que pergeñó no solo sus narrativas, sino también su lírica.
“Vida in nucce” fue el décimo postulado con que clausuró sus mandamientos literarios: la vida tallada sobre un arroz. Previamente apuntaló el resto de los mandamientos que decidieron su poética del cuento brevísimo: “Amoral”, “Nadanécdota”, “Instantaneidad”, “Esencia de la esencia”, “Omnipersonaje”, “Honduración”. Congruente como fue, el maestro no dejó de predicar su postulado de vida: “Todo es principio”, y regresó a la semilla. Javier Perucho
UN MAESTRO DE LA TRANSFIGURACIÓN
Si algo caracterizó a Raúl Renán fue su inusitada capacidad para mudar de voz. Conoció al dedillo el arte milenario de la metamorfosis. Podía, como en Lámparas oscuras (1976), servirse del haikú para volver a probar los frutos eróticos que adoptan las formas que abundan en la naturaleza, o podía, igual que en A / salto de río, uno de sus últimos libros, convertir la poesía en un surtidor de efectos igualmente sonoros y visuales. Podía también volver la mirada hacia dos de las más irreverentes tradiciones, la de Catulo y Safo, no con otro propósito que el de contemplar la fragilidad de la carne y la prontitud con la cual