El mártir de la nación perdida
Las acciones del Youth International Party de Estados Unidos y de sus militantes, los yippies, constituyen uno de los episodios cumbre de la contracultura del 68. Abbie Hoffman (1936-1989) fue uno de los profetas de los yippies, cuyo delirante activismo condujo una rebelión generacional que buscaba la liberación social y espiritual y luchaba contra la aberrante alienación de los medios masivos, a menudo utilizando sus mismos recursos. Aburridos por el dócil pacifismo de diggers, hippies y demás especímenes de la utopía florida con los que habían convivido, los yippies agregaron a la buena vibra de sus colegas una dosis significativa de espectáculo y radicalidad política. Su estrategia (que anticipa mucho la política contemporánea) consistía en vociferar, payasear, atraer cámaras y ganar las voluntades de sus auditorios con promesas imposibles (en este caso, la nación Woodstock, una tierra prometida del comunitarismo, la autogestión, el ocio creativo, el sexo libre y la mariguana). Los yippies pueden adjudicarse algunos de los happenings políticos más exitosos de la época y son célebres las ocasiones en que arrojaron billetes en la Bolsa de Valores de Nueva York para ver a los corredores disputárselos o cuando sometieron a un exorcismo masivo al Pentágono o cuando sabotearon una convención del Partido Demócrata y, al ser juzgados, se convirtieron en los más famosos y jocosos enemigos públicos. Además de provocador profesional, Hoffman recopiló en varios libros su cosmovisión, hecha de retazos, ocurrencias y arranques emocionales, aunque no carente de encanto. Yippie, una pasada de revolución (Antonio Machado libros, Madrid, 2013), publicado originalmente en 1968, mezcla festivamente todos los géneros y muestra tanto la creatividad como la megalomanía de su autor. Hoffman hace de la política una borrachera, no encuentra diferencia entre el argumento, el mitin, la representación, el ritual comunitario o el disturbio: “El radicalismo no funciona paso a paso, lógica o racionalmente: el radicalismo es una explosión histórica del cuerpo y de la mente, un orgasmo espiritual, una aventura en la que los individuos cambian de la noche a la mañana”. Consagrado por sus escándalos y luego olvidado, Hoffman se acostumbró malamente al ocaso de sus ideales y a su propia vejez: apenas pasados los cincuenta, emprendió su último acto de protesta contra la domesticación de las mentalidades e ingirió un coctel mortal de medicinas.