El arte de fugarse
El género de la utopía tiene mala prensa en el mundo contemporáneo y se le asocia, con cierta razón, al mesianismo, la intolerancia y el florecimiento de los regímenes totalitarios. Sin embargo, la utopía en su acepción original, más que una receta infalible para cambiar al mundo, constituía un llamado a la construcción de modelos alternativos apartados de la sociedad convencional. Durante el auge de la contracultura de los años sesenta y setenta del siglo pasado, la utopía recuperó este sentido de apartamiento y se refugió en los límites de la comuna, como un espacio de refundación de la vida colectiva sobre bases radicalmente nuevas que, si se extendía, no sería por la fuerza, sino por el ejemplo de sus virtudes. Hubo de todo: lo mismo espacios sobrios pero viables que aún subsisten, como Twin Oaks, que micro-cosmos de fanatismo y explotación, como el Friedrichshof, de Otto Muehl. Por muchas razones, la comuna como proyecto masivo se desvaneció; no obstante, su aspiración utópica sigue operando en un puñado de las llamadas “comunidades intencionales”. De acuerdo a Eric Reece, en su gran ensayoreportaje Utopia Drive, una “comunidad intencional”, para ser considerada como tal, debe compartir un espacio y realizar una labor en común, obtener un ingreso igualitario, reivindicar la no violencia y la sustentabilidad ecológica y practicar alguna forma de toma de decisiones democrática. Aunque siempre hay márgenes de desviación y manipulación en este tipo de proyectos, existen numerosas comunidades intencionales de índole laica, plural y abierta, que funcionan razonablemente bien en su gobernabilidad y economía, y donde tiende a armonizarse el trabajo manual e intelectual y a sacrificarse cierta cantidad de satisfactores materiales a favor del contacto con la naturaleza y el autodescubrimiento. Para los llamados neotribalistas, la elección de este estilo de vida resulta mucho más espontánea a la especie que la convivencia en la sociedad de masas. Este igualitarismo, cooperación y solidaridad, nacidos de la conciencia de la fragilidad humana y de la necesidad de protección mutua, resultan una forma de organización eficiente y gratificante y responden de manera más natural al código genético que la competencia excesiva. Por eso, acaso los habitantes de estos auténticos laboratorios de la convivencia humana vislumbran, al mismo tiempo, resabios nostálgicos de los cazadores del pleistoceno y esbozos de una sociedad futura.