UN RELATO TRUNCO
La literatura tiende a aterrizar en territorios insospechados. Para 1532, Tomás Moro, que había escrito su celebérrima Utopía en 1516, sin duda ya se había olvidado de ese divertimento. El santo de los políticos enfrentaba asuntos mucho más delicados: su relación con Enrique VIII era insostenible y se encaminaba al martirio. Mientras tanto, en América, un jurista, luego vuelto Obispo, un tal Vasco de Quiroga, que había leído con fruición su exitoso opúsculo, adoptaba literalmente las prescripciones de la Utopía para fundar pequeñas comunidades. Vasco de Quiroga resultaba un utopista atípico, pues cuando llegó a la Nueva España era un funcionario de sesenta años que, refrescado por el mundo nuevo, encontró en la fantasía de Moro una alternativa a la brutalidad de la explotación a los indígenas. A solo unos meses de su llegada, Vasco redactó una “Carta al Consejo de Indias” en la que denunciaba la perversión de los ideales evangélicos y los graves perjuicios que podía causar la codicia de muchos conquistadores. Pero, ante todo, Vasco puso manos a la obra y en lo que hoy es la próspera zona capitalina de Santa Fe estableció en 1532 su primer pueblo–hospital y, posteriormente, otro cercano al lago de Pátzcuaro, en la provincia de Michoacán. Los pueblo–hospitales funcionaban como núcleos de población y como espacios para atender a desamparados, enfermos, heridos y viajeros. Se trataba de congregaciones de familias en las que el gobierno cotidiano se realizaba por los propios pobladores, que rotaban continuamente las funciones, y sometían sus decisiones a un cura rector y a la autoridad simbólica del Virrey. Todos los habitantes aprendían y alternaban los diversos oficios, compartían igualitariamente los frutos de su trabajo y adoptaban las costumbres más virtuosas del cristianismo primitivo. Pese a la sobrerregulación y estricta planeación de la vida cotidiana (que tanto criticaría Leopoldo Lugones en las ulteriores comunidades indígenas sudamericanas, comandadas por jesuitas), existen diversos testimonios de la funcionalidad de los pueblo–hospitales, de sus condiciones privilegiadas (con respecto a la Encomienda) y, de paso, de su éxito económico. Dada la dependencia del carisma y enjundia de su fundador, que libró no pocas batallas para preservarlos, cuando Vasco murió los pueblo–hospitales no encontraron el impulso político para proseguir y la primera versión novohispana de la utopía quedó como un relato trunco.