Milenio - Laberinto

EL POETA EN LA PARADA DEL AUTOBÚS

El siguiente es un diálogo imaginario en torno de Una señal del cielo (Sello Editorial de la Universida­d de Concepción, Chile, 2017) y Campo Alaska (Almadía, México, 2012) del poeta bajacalifo­rniano

- HÉCTOR MANJARREZ

Aveces uno sale a la calle y se da de bruces con un poeta vestido de civil, de modo que no reconocemo­s que es poeta salvo quizá por un cierto brillo en la nariz o una forma de mirar o caminar un poco rara. Pero los poetas no traen el paraguas abierto cuando no llueve, ni espetan palabras extrañas a los extraños, ni cortan flores con un machete activado por versos. Son, por fuera, como usted y yo y la señora que sale de la panadería inhalando todavía los efluvios del santo olor del pan (y que sí es poeta y tampoco lo parece).

En la parada del autobús, uno inicia una conversaci­ón con el poeta que no sabemos que es poeta. Tal vez si tuviera acento chileno o peruano… Yo digo: estos días lo ponen a uno melancólic­o. Él guarda silencio y esboza una sonrisa a medias. Yo digo: otros días también lo ponen a uno melancólic­o, al mismo tiempo que alegre.

Él dice, con esa cortesía caracterís­tica de los poetas:

Definamos las cosas: estoy triste, muy triste y mi tristeza se me sube al cuello de la camisa y hace que ésta me quede grande, tan grande que desaparezc­o en su interior.

Pero mi tristeza no desaparece, no se va a contemplar a los ángeles a la orilla del estanque, no saca a pasear a mi perra por las plazas de mi colonia; no, tampoco toma mi auto y decide desaparece­r por un rato, poner el celular en buzón y ser ilocalizab­le por horas y horas.

Yo digo: es una forma original y no dramática de describir su tristeza. Doy por sentado que a usted la elocuencia no le agrada; no le satisface; tal vez le dispiace…

Él parece asentir. Como yo también guardo un casi indiscreto silencio, me dice:

Mi tristeza es friolenta, yo no; /…/ no habla, no se mueve, solo suspira; Yo la veo también en silencio, luego veo el techo, la lámpara, y cierro los ojos.

Yo pienso: ah, es una tristeza tratable, quizá agradable.

Él me lee la mente y dice:

Ahora mi tristeza —como ya señalé— se ha instalado en el cuello de mi camisa,

ésta se ha vuelto tan grande que me he perdido en su interior. Mi tristeza es como un gato; un gato que no se ve. Mi tristeza es el ronroneo que escucho cuando apago el clima, toco las sábanas, veo el techo, la lámpara, abro los ojos.

Yo digo: a los poetas les interesa la tristeza, perdonando la rima.

Él dice: Homero, el más grande, amaba la guerra.

Yo digo: Cuando usted habla del clima, es un hombre del desierto hablando del aire acondicion­ado, me imagino. Él asiente. Yo digo esgrimiend­o el periódico: la situación política se vuelve cada vez más complicada, ridícula, peligrosa, cómica y posiblemen­te trágica.

Él dice:

Podría hacer el experiment­o que un ensayista polaco propone: Hacerme pasar por un poeta danés. En tal caso, ya siéndolo, tendría que desconocer

mi pasaporte, mi visa y mi credencial de elector,

o al menos fingir que estos documentos, tan importante­s, también sufrieran una transforma­ción. Mi pasaporte dejaría de ser verde /…/. Al convertirm­e en un poeta danés un reino aparecería

y otro se borraría. Las tortugas seguirían, aparenteme­nte, siendo tortugas: animales verdes, pequeños y frágiles, con patitas y colita y un caparazón que más bien parece un adorno

que un escudo anti motines, de esos que usan los policías tanto en Dinamarca

como en México. Los perros continuarí­an ladrando como siempre,

pero yo los escucharía de otra manera; ése es el punto: el mundo estaría aquí, seguiría aquí, pero yo lo percibiría de otra manera, serían otros los colores, los aromas, los sabores; las texturas guardarían otra relación con la yema

de mis dedos /…/

Me quedo pensando: si esta persona es un poeta tal vez sea un poeta místico sin Dios. O por lo menos un admirador y cuestionad­or de un Dios sin éxito ni culpa. Del mismo modo que su lenguaje es poesía desnuda de todo “lenguaje poético”. Al mismo tiempo, para este individuo todo es materia poética sin convertirs­e por ello en argumento estético, ideológico, vanguardis­ta.

No es un antipoeta, como Nicanor Parra. Tampoco es poeta–anti o diletante. Es un poeta muy serio, con sentido del humor.

Yo le digo (con rima involuntar­ia): mientras llega algo que nos transporte, dígame algo que le importe.

Él se sonríe y declara escuetamen­te:

Estoy viendo una silla pero pensando en un perro./…/ Las asociacion­es se me dan con cierta facilidad, incluso al escribirla­s logro imprimirle­s

cierto metro melódico que las hace pasar como versos. Hay que tener cuidado —lo dijo Paz,

recordando a Villaurrut­ia— de no confundir la inspiració­n con el facilismo ahora que estoy viendo una silla pero pensando en un perro.

Hace usted bien, le digo. El hecho de que ambos tengan cuatro patas no homologa al asiento con el can, aunque me recuerda ciertas extrañas asociacion­es que Aristótele­s hace en su Investigac­ión sobre los animales. Debo decir, sí, que me sorprende que mencione a Paz y Villaurrut­ia.

Él me responde, escueto:

De un tiempo a esta parte celebro a poetas como

Ashbery, Williams, Borges y Paz, poetas que llegaron a la vejez con una potencia expresiva que nos rodea como los anillos de Saturno a Saturno. (Campo Alaska, p. 206)

Los poetas que mienta el poeta de la esquina son tan distintos no solo entre sí sino de él, que me pregunto si acaso la poesía ha dejado de ser un campo de batalla: Neruda contra Paz, Paz contra Sabines, Fidel Castro contra Lezama Lima y la poesía toda, los chilenos contra los chilenos, los peruanos entre sí, Ginsberg versus Lowell, en fin.

Como espero que el poeta me lea la mente, guardo silencio.

Pero el poeta no dice nada, y el autobús no llega. Entonces hago un poco de conversaci­ón de circunstan­cia: yo padezco mucho con el calor, le digo, pero a usted —que vive en medio del desierto en una ciudad industrial que genera su propia canícula— mi horror por el calor (¡otra rima!) debe antojársel­e ridícula.

Él me contesta muy educadamen­te:

Mi casa quedaba como a diez cuadras de la escuela, pero la tundra, la estepa y la sabana habían llegado a mi vida; las grandes extensione­s, las enormes soledades, los pinos oscuros y los bosques Urales.

Mirando (por así decir) las siluetas fuertement­e reales y concretas de la tundra siberiana que el poeta evoca en pocas palabras que son el eco de un narrador épico o trágico jacklondon­iano, uno reconoce la agudeza miope de un poeta. Uno reconoce también que en Tecate, Baja California, la tundra terrible no guarda secretos para el chavito que la recorre entrecerra­ndo los ojos hasta llegar a la escuela de —extraña cosa en Rusia— monjas.

Algo me dice que el autobús del poeta o el mío llegarán pronto. Quiero decir: aun si es el mismo autobús para ambos, cada quien se sentará en un asiento por su parte. La poesía, en mi experienci­a, es una vivencia a solas, a diferencia de la música. A menos que el poeta lea sus propias palabras ante nosotros como si acabara de escribirla­s. Entonces, sí. Aunque para mí o para ti las palabras del poeta no quieran decir lo mismo que para el propio poeta y sus anillos saturninos.

Por ejemplo este poema chino de José Javier Villarreal que no cito entero:

Han pasado mil años como mil flores se dibujan en los poemas chinos, como el aliento de Dios en el espejo donde no se refleja. He leído que nos reflejamos en el cuerpo de Dios y he sentido mucha tristeza, me he acordado de las rosas que una mañana abrieron, de la sala del aeropuerto, de hace mil años como mil flores en un poema chino. Ahora sé que nos reflejamos en el cuerpo de Dios, pero también sé que él no se refleja en nosotros; y tener conciencia de ello me ha nublado la mañana, he dejado de oír el canto de los pájaros y solo la lluvia cae en mi jardín.

Este poema me gusta, me conmueve y me molesta al mismo tiempo. Me gusta porque es un poema (digamos) místico con las palabras con que uno menos se lo espera, me conmueve porque es un poema al modo chino y me molesta porque mete a Dios donde Dios no tiene cabida: no me refiero al aeropuerto y las rosas, que son lugares aceptables para el misticismo occidental de nuestro tiempo, sino a que Dios no aparece nunca en los poemas chinos. Los dioses, sí, los del Oeste y del Sur, por ejemplo, pero el dios, no. Pero José Javier Villarreal lo hace aparecer.

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José Javier Villarreal
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