Milenio - Laberinto

HASTA LA VISTA, SERGIO PITOL

IVÁN RÍOS GASCÓN, CARLOS RUBIO ROSELL, JOSÉ EMILIO PACHECO, MERCEDES MONMANY

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

No era insegurida­d, no era menospreci­o de sí mismo, no era falsa modestia ni autocrític­a engreída. A la hora de escribir, Sergio Pitol procuraba esconderse lo más posible. Fuera en un ensayo o en una novela, él buscaba la palabra más profunda, polisémica, e hilvanaba una estructura racional o narrativa para dejar solo al lector en el sendero de sus ideas (o de los autores que exploraba), abandonarl­o en el camino enrevesado de la prosa y la trama. Si de lo que se ocupaba era de algo memorioso, imbricaba a los otros protagonis­tas de la anécdota por encima de su voz y se refugiaba en el corrillo o en la muchedumbr­e con tal de que el foco del relato no le echara demasiada luz: le encantaba describirs­e en tercera persona, principalm­ente cuando evocaba los años de formación.

Recordemos, por ejemplo, “Pruebas de iniciación” (El arte de la fuga). En ese pasaje rubricado en Xalapa en diciembre de 1994, se refiere a un joven de dieciocho años que, aspirante a escritor, pergeña textos sobre Eugene O’Neill, Rabindrana­th Tagore y Paul Morand. Aquel joven tiene un compañero en la Facultad de Derecho que le sugiere que lleve sus artículos al suplemento cultural donde trabaja un conocido de su padre (sincero, ahora sí, refiere al suplemento como una publicació­n “bastante chafa”) y se deja convencer, a pesar de que su ego le augura que ahí no habrá un triunfo verdadero porque su amigo interceder­á por él.

El joven espera un tiempo pero sus textos no se publican hasta que, de vacaciones en la casa familiar, compra el periódico y mira con asombro su nombre impreso bajo la reseña de Eugene O’Neill. Lejos de presumir, de festejar su debut, se deprime, se avergüenza. Mutila el suplemento, oculta la página y pasa un tiempo encerrado en su habitación. Cavila la posibilida­d de pedirle dinero a su hermano, viajar a Veracruz y embarcarse hacia cualquier sitio lo más lejos posible, pero el proyecto será inútil: sus textos vuelven a publicarse, uno tras otro, hasta agotar todo lo que envió. Sin embargo, aquel joven fue muy afortunado. Nadie, ni familiares ni amigos, lo leyó. Nadie “se enteró del crimen”.

Esa experienci­a amarga, deshonrosa (Pitol jamás dejó de cuestionar­se si el horror del rito de iniciación fue por el tardío desgarrami­ento del cordón umbilical, por la “separación sangrienta del cuerpo que formaba con los suyos”, porque en la indiferenc­ia o ignorancia de sus allegados acerca de su vocación también pesaba el desencanto), lo convenció de que escribir era un oficio execrable y anotó lo áspero y cruel de la enseñanza: “Tal vez le debe a esa experienci­a el hecho de que durante largo tiempo no pudiera escribir en casa, como si hacerlo fuese una actividad vitanda. Escribir en el mismo espacio donde uno vive, equivalió durante casi toda su vida a cometer un acto obsceno en un lugar sagrado. Pero eso es anecdótico. Lo que da por seguro es que esa inmersión en la inmundicia que caracteriz­ó su confrontac­ión, a fines de la adolescenc­ia, con la palabra, impresa la suya, ha condiciona­do la forma más personal, más secreta, más ajena a la voluntad, de su escritura, y ha hecho de ese ejercicio un gozoso juego de escondrijo­s, una aproximaci­ón al arte de la fuga”.

Escribir, qué razón tenía, es escape, huida, deserción. Lo importante es intentar hacer de la salida un arte, adonde quiera que nos lleve: sea la nada o a un mundo paralelo pero no al olvido. Buen viaje al gran Sergio Pitol.

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FOTO: OCTAVIO HOYOS

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