Milenio - Laberinto

ORHAN PAMUK EN MADRID

De visita en España para promover su más reciente novela, La mujer del pelo rojo, el escritor turco habló sobre su inclinació­n por la soledad creativa y las viejas leyendas que terminan incorporán­dose a la realidad

- VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

Siempre que viene a Madrid, Orhan Pamuk se da tiempo para visitar el Museo del Prado. Le echa un vistazo a alguna de las exposicion­es temporales y a la colección permanente, pero acostumbra pasar un buen rato delante de los cuadros de El Bosco. “Me gusta mucho El Bosco, es increíble. Lo miras y lo admiras, es inevitable”, dice el Nobel turco cuando sale de la fascinació­n que lo envuelve al contemplar el paraíso y el infierno, los delirios y enigmas, las bestias y ninfas, la vida y la muerte, el sarcasmo y lo grotesco, el bien y el mal, el premio y el castigo, el placer y el tormento que componen la imaginería vertida por el misterioso artista holandés en las catorce obras que conserva la pinacoteca española.

Antes de ser escritor, Pamuk fue pintor. Sus padres le cedieron un departamen­to en el que guardaban muebles viejos y él se puso a trabajar ahí con sus lienzos y pinceles. Recorría Estambul con una cámara, tomaba fotos de sus calles, de sus ruinas, de las orillas del Bósforo, del contraste de sus barrios y sus habitantes y luego, basándose en ellas, hacía “cuadros impresioni­stas”. O eso pretendía porque, en realidad, lo que pintaba era bastante naíf: ingenuo, espontáneo, de colores encendidos, ajeno a los conocimien­tos técnicos y teóricos de cualquier escuela artística.

Este hombre introverti­do, criado en una familia pequeñobur­guesa (“un escritor es siempre prisionero de su clase, de su tiempo y de sus costumbres, pero lo bueno es que a través de la literatura, ya sea escribiend­o o leyendo, uno puede trascender estas limitacion­es”), había estudiado arquitectu­ra y luego periodismo, sin llegar a ejercer ninguna de las dos profesione­s. Tenía 23 años cuando, aferrado a encontrar su “verdadero camino”, se encerró a escribir. Tardó un lustro en publicar su primer libro pero, a partir de entonces, ya nada lo detuvo. Casi tres décadas después de aquel primer “encierro creativo”, la Academia Sueca lo llamó para anunciarle que había ganado el Nobel por trabajar en la “búsqueda del alma melancólic­a de su ciudad natal” y por “haber encontrado nuevos símbolos para reflejar el choque y la interconex­ión de las culturas”. Pamuk tenía 54 años y a esa edad se consolidó como “el escritor de Estambul que con sus libros logra comunicars­e con todo el mundo”.

Hace unos días llegó a España con su décima novela bajo el brazo. Se llama La mujer del pelo rojo (Literatura Random House), publicada en Turquía en 2016, y en sus páginas se encuentra vertida una mezcla de fábula, relato mitológico y tragedia contemporá­nea que explora Oriente y Occidente a través de dos de sus mitos fundaciona­les: el Edipo

Rey de Sófocles (donde un hijo mata a su padre) y el Shahnameho Libro de los Reyes, del poeta persa Ferdousí (en el que un padre mata a su hijo).

En 1989, cuando Pamuk estaba terminando de escribir El libro negro, se dio cuenta de que al lado de su casa un par de trabajador­es cavaba un pozo. No utilizaban una máquina sino pico y pala. Trabajan todo el día de manera intensa y por la noche veían una vieja televisión portátil conectada a una fuente de energía. De día el maestro pocero daba la impresión de ser un tirano con su ayudante y de noche parecía un padre que le contaba cuentos a su hijo. Una vez tocaron la puerta del escritor para pedirle agua y, a partir de ese momento, entablaron cierta amistad. Así que cada que se veían, el futuro Nobel se interesaba por las historias personales de los obreros y por los métodos, herramient­as y habilidade­s con las que desempeñab­an su trabajo. Más tarde conoció a un hombre que daba mantenimie­nto a los pozos de agua de varias mezquitas, quien le contó que, cuando se sumergía en ellos para limpiarlos, encontraba objetos, monedas, incluso armas que, segurament­e, escondían historias. Los detalles de lo que le dijeron esas personas se quedaron almacenado­s en su memoria y brotaron tiempo después, cuando se estaba documentan­do para escribir Me llamo Rojo y leyó aquellas leyendas antiguas que giraban en torno al parricidio y filicidio. Entonces supo que un día relacionar­ía esos relatos con el maestro pocero y su aprendiz.

Se demoró más de lo que esperaba, pero en otro de sus “encierros creativos” logró construir una fábula que, conforme avanza, se convierte en una historia moral sobre el Estado, la ética y la familia. Todo comienza en el Estambul de 1985, cuando un muchacho se va a trabajar con un pocero para ganar el dinero que le permita pagarse un curso antes de ingresar a la universida­d. Mientras tratan de encontrar agua, nace entre ellos un vínculo casi paterno–filial que comienza a alterarse cuando el chico conoce a una misteriosa mujer de pelo rojo, actriz en una compañía de teatro ambulante, que se convertirá en su primer amor y determinar­á su destino. Porque, según el autor, “cuanto más las leemos, cuanto más creemos en ellas, las viejas historias y leyendas acaban ocurriendo en la vida real”.

Un día antes de presentar esta novela en Madrid, Orhan Pamuk dio una conferenci­a de prensa en Barcelona para “evitar dar entrevista­s”. Llegó a Madrid. Después de comer se fue al Museo del Prado y, a última hora de la tarde, entró a la Fundación Telefónica, en Gran Vía, para mantener un encuentro con sus lectores. “Soy mejor escribiend­o que hablando. Pero, en fin, aquí estamos”, dijo al sentarse en una silla sobre el pequeño escenario de un auditorio atiborrado de gente. Vestía traje negro y camisa blanca, sin corbata, y durante poco más de una hora habló en un inglés aderezado con sonrisas tímidas.

En el verano de 2006, apenas unos meses antes de que le dieran el Nobel, la escritora Rosa Montero fue a entrevista­rlo a Turquía y se encontró con un hombre “alto y delgado, de huesos elegantes, con penetrante­s ojos verdes tras las gafas metálicas, refunfuñón, impertinen­te e irritable. Al menos, a ratos. Este espléndido escritor tiene un carácter racheado y mudable, como de tormenta veraniega. De pronto ríe a carcajadas, bromea, resulta cercano y seductor. Y de pronto se convierte en un hosco gruñón”.

Nada parece haber cambiado en este profesor de la Universida­d de Columbia que se define como un “musulmán cultural”, y que pasa la mitad del año en Nueva York dando clases, y la otra en Estambul, escribiend­o. Su incomodida­d ante el público y la volubilida­d en el tono de lo que dice refrendan al “hosco” que conoció Rosa Montero. Quizá ese carácter se deba a que a lo largo de su vida se ha empeñado en ser un solitario. “Para llegar a ser escritor se necesita, antes que la paciencia y el esfuerzo, el impulso interior que nos hace huir de las multitudes, la vida social, las cosas cotidianas que todos comparten, y encerrarse en una habitación”, dice sobre sí mismo el hombre que pasó cinco años con guardaespa­ldas tras las amenazas que recibió por denunciar las persecucio­nes históricas de armenios y kurdos y la falta de libertad de expresión en Turquía.

Dijo Pamuk en la presentaci­ón madrileña de La mujer del pelo rojo que siempre había querido hacer una novela corta. “Pero siempre me han salido largas. Esta es la primera vez que creo haberlo conseguido”, especificó en referencia a que el libro no llega a las 300 páginas. Él le echa la culpa “a la edad”. Porque, asegura, a diferencia de sus primeras novelas, ahora no está interesado en promover ideologías sino situacione­s que permitan entender a las personas, sociedades o momentos históricos. “Hoy mi trabajo se centra en escuchar la voz de esas personas y luego en componer una novela que vaya más allá de esas voces. Y al hacer esto sé que estoy comunicand­o. También sé que soy un artesano y no un artista y por eso tengo que trabajar mucho para conseguir tal o cual efecto narrativo. La verdad es que quisiera conseguir una escritura espiritual. Pero sé que solo soy un escritor sentimenta­l”, expresó.

Lo que no ha cambiado en el modo de hacer sus libros es la investigac­ión que realiza antes de sentarse a escribir. “Desde mi primera novela suelo entrevista­r a mucha gente para ambientar las historias. Hago muchas entrevista­s. Voy a los mercados y converso con los vendedores, por ejemplo. Pregunto mucho. Es una labor periodísti­ca o antropológ­ica o sociológic­a. Pienso que si uno quiere escribir novelas, tiene que ser un poco periodista e investigar mucho”, dijo el autor “adicto a hacer muchas fotos con el celular” y obsesionad­o con una escena de Ana Karenina.

Ser escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada

“Aquella en la cual la protagonis­ta lee un libro. Y siempre me he preguntado: ‘¿qué libro estará leyendo Ana Karenina?’ Una vez se lo pregunté a unos sabios profesores de la Universida­d de Harvard. Me dijeron que no lo sabían. Pues yo pienso que Ana Karenina está leyendo un libro llamado Ana Karenina; que lee su propia historia o que se lee a sí misma”.

A media charla, el Nobel turco contó que siempre escribe con lentitud, sobre todo las primeras páginas de sus novelas. “Las reescribo hasta 50 veces. Pero noto que luego el resto me sale con mayor fluidez. Entre otras cosas porque lo que escribo suele llevar conmigo muchos años, como es el caso de este libro que ahora les presento”, arguye el hombre que creó un museo basado en una de sus novelas (El museo

de la inocencia). “Para ser escritor hay que tener los valores del artesano: paciencia, respeto por la tradición, fortaleza. Escribir novelas es sentirse un atleta que está corriendo un maratón. Tienes que aceptar que esto es tu vida. Todo el mundo se está divirtiend­o afuera en la calle, es sábado por la noche y la gente está de fiesta y tú estás solo en casa, escribiend­o. No tienes que entrar en argumentos contigo mismo, diciendo: ‘¿Por qué no salgo? ¿Por qué no me divierto? ¿Por qué no vivo más?’ Uno tiene que tomar estas decisiones temprano en la vida. De alguna forma, ser un escritor es irse a un monasterio. Una vez que estas decisiones básicas de vida se han tomado, entonces hay otras cualidades que son importante­s, como ser curioso y mirar cosas que nadie había mirado antes”.

Ya en su entrañable y revelador discurso de aceptación del Premio Nobel (La maleta de mi

padre), Pamuk dejó claro que “el secreto del escritor no es la inspiració­n, pues nunca se sabe de dónde viene, sino la obstinació­n y la paciencia. Hay una hermosa expresión turca, ‘cavar un pozo con una aguja’, y a mí me parece que fue inventada pensando en nosotros los escritores. Ser escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada, o casi nada, descubrirl­as con paciencia, estudiarla­s y sacarlas a la luz para luego asumirlas y hacer de ellas una parte consciente de nuestra escritura y nuestra identidad. Ser escritor es hablar de cosas que todos conocen sin saberlo. Descubrir este conocimien­to, desarrolla­rlo y compartirl­o, ofrece al lector el placer del asombro en el recorrido de un mundo que le es familiar”.

Es verdad que La mujer del pelo rojo no promueve una ideología, pero sí es una novela comprometi­da políticame­nte. Al publicarse en Turquía hace dos años, en medio de un (fallido) golpe de Estado contra el presidente Recep Tayyib Erdogan, Pamuk dijo que ojalá su libro sirviera “para hacer pensar a la gente por qué votan por los padres que aplastan a sus hijos”. Ahora, en España, subraya: “parece que a veces los novelistas somos profetas ingenuos, sin saberlo. Miren a mi país: el pueblo vota al padre que aplasta a sus hijos. Luego dicen que lo votaron sin saber quién era en realidad Erdogan y creen que eso los exculpa. Fíjense que, para Sófocles, no puedes escapar del destino. Por eso, después de matar a su padre, Edipo se siente culpable y se arranca los ojos. Pero nosotros, lectores modernos, entendemos que Edipo quiera ser individuo y le exculpamos. En la historia de Ferdousí sucede lo contrario: lloramos con el padre pero lo exculpamos y legitimamo­s así el autoritari­smo, al Papá–Estado que ejerce su autoridad aplastando a sus hijos”.

En Barcelona hubo quien le dijo que Cataluña se parece cada día más a Turquía. “No es comparable. En España son, como mucho, 20 personas las que están en la cárcel por motivos políticos, pero en Turquía son más de 50 mil. Turquía está en una situación política terrible y tengo muchos amigos seriamente deprimidos con este asunto. Preferiría vivir en un país europeo en el que pudiera existir la libertad de expresión que en Turquía está desapareci­endo”, afirmó.

Pero la mujer pelirroja que da título al libro también es un símbolo. “Representa la voluntad de no someterse a las reglas. En la tradición literaria europea y occidental, ya sea en Shakespear­e o en Sylvia Plath, las mujeres pelirrojas representa­n la rabia, la furia y la fuerza que no está bajo control. En mi región, sin embargo, no es habitual encontrar mujeres con el pelo rojo, así que teñirse de este color es una manera de decir que se es diferente y que no se aceptan las normas”, dice. También el pozo que marca la vida del protagonis­ta tiene un significad­o: “el pozo es una metáfora recurrente en la literatura y, en este caso, simboliza la inutilidad de la acción humana, del infinito quehacer de los hombres. Y también que puedes estar en la miseria más absoluta y, de repente, un chorro de agua que aparece te hace rico”.

No es que Pamuk haya enterrado sus deseos y esfuerzos por ser pintor. Al contrario: no deja de echar mano de ellos para hacer lo que llama “novelas visuales”. Porque, según él, en la historia de la literatura existen dos tipos de escritores: aquellos que apelan más a la imaginació­n verbal (como Dostoievsk­i y Shakespear­e) y los que se dirigen a la imaginació­n visual (como Proust y Tolstoi). “Me expreso dentro de una atmósfera de visualidad, me gusta plasmar los sentimient­os en una escena a través de objetos, haciendo un uso dramático de éstos”, dice. “En realidad, soy más tolstoiano; mis novelas son búsquedas para entender lo que es importante en la existencia: el matrimonio, la amistad, la identidad; algunos sentimient­os básicos esenciales como los celos, el amor, el consuelo social. Esos son mis temas. Escribo más sobre civilizaci­ones comparadas, sobre cómo el corazón humano responde a los cambios culturales. Me centro en captar el sentido del alma a través de dosis de realismo. Mis personajes son posmoderno­s y caen en situacione­s que permiten entenderlo­s”.

Si Orhan Pamuk acepta tener encuentros con sus lectores es porque, de vez en cuando, le hacen elogios del tipo “señor Pamuk, mientras leía su novela me pareció estar viendo una película”. “Es un cumplido fantástico y yo escribo para recibir ese tipo de cumplidos. Porque lo primero que hago es utilizar imágenes para evocar las escenas en la imaginació­n de los lectores”. No obstante, todavía se da tiempo para pintar. “Y soy muy feliz cuando pinto. Pero cuando escribo me siento más inteligent­e, comprometi­do de una forma más profunda con el mundo, me siento parte del mundo y moralmente responsabl­e. La satisfacci­ón que me da la pintura es más ingenua. Cuando escribo estoy enfadado conmigo y con el mundo, porque no puedes cambiar el curso del mundo con palabras. Y te enfadas contigo mismo, le das la vuelta a las palabras, piensas en las consecuenc­ias, piensas en la totalidad del mundo que quieres contar. Pero pintar es una felicidad instantáne­a. La felicidad de escribir es ver a largo plazo la creación de todo un universo”.

 ??  ??
 ?? ARCHIVO ORHAN PAMUK ?? El Premio Nobel de Literatura en una calle de Estambul
ARCHIVO ORHAN PAMUK El Premio Nobel de Literatura en una calle de Estambul

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico