Milenio - Laberinto

Paz: crítica y compathia

- JULIO HUBARD

Octavio Paz siempre desconfió de sí mismo. Mucho más cercano a la vieja idea de virtud que al brumoso narcisismo, eminente desde los románticos. La ética antigua, que corre desde Sócrates hasta el siglo XVIII, operaba con una ecuación: la virtud es conocimien­to y el conocimien­to genera virtud. Y este orden del juicio requiere que la verdad sea exterior al sujeto: cosa del mundo, cosa de todos. Los románticos exacerbaro­n el valor de la subjetivid­ad. De pronto, alguien podía considerar­se virtuoso a sí mismo por su pura fidelidad a sus propios sentimient­os e ideas; el necio podía mandar el mundo al diablo y alucinar su identidad como perfección ética.

Paz siempre supo que estaba roto. Su primer recuerdo, dice en Itinerario, es de aquella casona de Mixcoac, poblada de fantasmas, donde un niño solo sufre un dolor que “no es una herida, es un hueco... Y descubrist­e tu ausencia, tu hueco: te descubrist­e. Ya lo sabes: eres carencia y búsqueda”. Y eso es su obra toda. La crítica y la autocrític­a comienzan desde el propio cuerpo, ya en la oquedad del niño y su temor, ya en el padecimien­to del hombre viejo, cuando “la no invitada, la enfermedad, golpeó a mi puerta”.

Paz comenzó buscando la “raíz del hombre”. Necesariam­ente hallaba una amenaza en todo aquello que convirtier­a a la persona en “un instrument­o de sus instrument­os”. Como muchos filósofos y pensadores, criticó la tecnología: nos enajena, nos cosifica, anquilosa nuestra percepción y apaga la inteligenc­ia. Veía la técnica como una expresión de la voluntad de poder.

Pero a los 80 años, enfermo, se sometió a una operación complicada: con una vena de un muslo, los médicos reconstruy­eron sus arterias coronarias. La tecnología salvó su vida. Tenía que escribir el prólogo del tomo 10 de sus Obras Completas. Lo tituló “Nosotros: los otros”, y repitió lo único que supo hacer: cuestionar­se, dudar de sí mismo, buscar un entendimie­nto que depende del mundo, no la confirmaci­ón de una acobardada identidad: “con frecuencia he señalado, en mis escritos, los peligros de la beatificac­ión de las ciencias y, sobre todo, de la tecnificac­ión del mundo”. Pero había ignorado otra versión de las cosas: la tecnología le salvó la vida y, mientras se hallaba como objeto de los objetos (un cuerpo sostenido por tubos y máquinas), pudo ver el cuidado humano de los profesiona­les y, mucho más, el afecto de sus seres cercanos y el amor de su mujer. “Y llamé a este sentimient­o, para distinguir­lo de la usual simpatía, desenterra­ndo una palabra que usó Petrarca: compathia”.

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FOTOTECA ROGERO

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