Sábado de feria
Con la gloria meciéndose sobre nuestras cabezas, la mejor opción era ir a beber la sangre de Cristo. Habíamos pasado la tarde en la Bodega de Antonio Romero, en pleno centro de Sevilla, comiendo bocadillos de pringá y bebiendo rebujitos con Los del Río. Antonio y Rafael son ahora unos señoritos andaluces de 70 años, dignos del poderío que ostentan después de haber puesto a bailar a medio planeta con su “Macarena” y de interpretar el himno más popular de esta ciudad, “tierra de Dios y María santísima”, llamado Sevilla tiene un color especial. No quieren bajarse de los escenarios y nos invitaron para que lo entendiéramos de una vez por todas y, claro, jartos de alegría, se pusieron a dar palmas y a cantar (“¡Olé, miarma!”) antes de llevarnos al Real, el terreno de 500 mil metros cuadrados donde cada año se celebra la Feria de Abril. Bailamos (lo intentamos), bebimos y cantamos, mientras en La Maestranza, a unos pasos de las perezosas aguas del Guadalquivir, los toreros celebraban la vida y la muerte con su elegante coreografía en el ruedo. Venga el jamón, las gambas, las cervecitas, los vinitos de Jerez y la cuna que los arrulló. Venga el quejío bravío del flamenco, las sevillanas, las rumbas. Olé la borrachera detenida, con vistas a la eternidad, que ostenta la ciudad durante estos días.
Estábamos en una señorial caseta, bien vestidos y bien coloraos, contribuyendo a perpetuar esta manifestación cultural, cuando a media madrugá alguien propuso encaminarnos rumbo a la Plaza de la Alfalfa. Bueno, “pues si hay que ir, se va. Porque negarse no es plan”. Mandamos a dormir a Los del Río y nos fuimos serpenteando un puñado de calles empedraas, para que nos diera el aire, y al llegar al sitio anunciado comenzamos a flipar. El Garlochí es un bar, y uno lo sabe porque sirven copas, pero su barroca decoración parece atraparnos en una especie de casposa y fantástica sacristía. Tanto que, al entrar, dan ganas de santiguarse. Vírgenes llorosas o con puñales clavados, santos, flores de plástico cubiertas por una ligera capa de polvo, terciopelo gastado, olor a incienso. La Semana Santa y sus procesiones, la sevillanía y la España cañí materializadas. Todo con el fin de disfrutar, “como dios manda”, un montón de bebidas espirituosas capaces de hacernos ver al Señor en medio de una güena juerga, quillo.
Pero aquí el señor es Miguel Fragoso, dueño y sostenedor del lugar. Es muy creyente, fue monaguillo y hace 40 años, con la venia bendita, instauró su propia jungla barroca y la bautizó como Garlochí, que en caló gitano quiere decir “corazón”. Además de dejarse abrazar por una sobredosis visual, la gente viene aquí para beber la sangre de Cristo, una mezcla de champán, granadina y whisky. El coctel no tenía nombre, pero su aspecto, y la ambientación del lugar, hicieron que los clientes empezaran a pedirlo así. Miguel se preocupó y fue a la Catedral a preguntar si estaba implicado en un sacrilegio. “No, hijo. Si le dicen así con cariño, no pasa nada”, le dijo el cura y entonces, libre de culpas, siguió sirviendo copas. Hace poco, cuenta, pasó por aquí Uma Thurman y, maravillada, le soltó que era un artista. “Pues más que lo voy a ser”, le respondió, y enseguida vistió a la actriz de la Dolorosa. Pero cuando se corrió el chisme, muchos dejaron de ir al Garlochí. “Un sector rancio en la ciudad nos condena como la Inquisición. Eso también es Sevilla. No solo fiesta”, nos dijo antes de ofrecernos su bebida estrella, que sabe a “gloria bendita”.