SOBRE EVELYN WAUGH
La reedición de Evelyn Waugh. A Life Revisited de Philip Eade (Henri Holt, Inglaterra, 2017) es el motivo de este retrato que hace patente la vena humorística del escritor inglés. Lo acompañamos con dos cartas recogidas en The Letters of Evelyn Waugh (Ticknor & Fields, Nueva York, 1980)
No hay nada nuevo bajo el sol. Esa práctica tan dañina ahora de moda, y que con expresión tomada de la avasallante lingua franca se llama fake news, ya existía mucho tiempo atrás. Ya existía, por ejemplo, cuando el periodismo inglés, de credenciales tan empinadas en su desarrollo, cruzaba la mitad del siglo XX. Así puede comprobarse en un ensayo de Evelyn Waugh, escrito en 1956, que lleva por título “Well–Informed Circles” y que se dedica a demostrar (con algún velo de pudor, claro: los ingleses, incluso si se llaman Evelyn Waugh, son corteses) por qué caminos más o menos falsos y mediante qué artimañas de dudoso cuño los periodistas, compulsivamente obligados a producir noticias, tienen que recurrir a subterfugios como el que reza “de buena tinta”, el que se ampara en el “según fuentes confiables” o el que habla “de acuerdo con rumores crecientes” para pergeñar unas medias verdades que resultan imposibles de confirmar o no cuentan con un respaldo legítimo. Esta escuela, apunta Waugh, enseña al periodista a sembrar sospechas, esquivar responsabilidades y le da un margen sin límites a su capacidad de inventar; lo lleva aquí a exagerar las cosas con un requiebro de estilo y más allá a tergiversar los hechos con una pirueta amoral —a balacear sus maquinaciones entre el rumor y el equívoco—. “Nada bueno puede surgir de unas prácticas dudosas que recuestan su autoridad en fuentes anónimas y acaban, de esta o aquella forma, por confundir” —resume Waugh. Él, Waugh, describe así el escenario posible: “un periodista comenta que el gobierno paraguayo está en manos de una mafia militar —un asunto del que se enteró por una suerte de repentina revelación; y, si a renglón seguido, alguien le pregunta qué sucede con Hernandes, Cervantes y Albarez [sic en las tres ocasiones], lo más probable es que ignore olímpicamente esos nombres, por lo demás figurados”—. Es claro que en el medio siglo pasado, cuando Waugh denunciaba estas prácticas espurias, no existían el internet ni las redes sociales, los mecanismos devastadores del día de hoy, pero sin forzar mucho la mano el veneno ya corroía la reputación de un oficio supuestamente nacido para el fomento de la recta información ciudadana. Llegamos así a lo que nos
importa en esta reseña: no es en absoluto sorprendente que Waugh atacara con saña (y sarcasmo) lo que entendía que era un acto poco edificante y dañino; a menudo él mismo puesto a ejercer de periodista, pero sobre todo siempre subido al rango de un auténtico escritor, Waugh tuvo por mandato supremo ampararse en la ironía y con ella y desde ella dedicarse a no dejar títere con cabeza y a liquidar los lugares comunes hipócritas. Nada ni nadie se salvaba de ese método diríase arraigado en un robusto temperamento anarquista, tan raro de encontrar en un inglés nacido en el corazón refinado del condado de Somerset y en un hombre de retorcidas y abultadas ambiciones literarias. ”I know I have something in me, but I am desperately afraid it may never come to anything” —se resignó a decir en una ocasión melancólica.
Waugh fue un practicante implacable de la denuncia entendida como un instrumento para desenmascarar. La lectura de una reciente biografía, titulada Evelyn Waugh. A Life Revisited, escrita por Philip Eade y editada por el sello Henri Holt, ofrece un testimonio de tal propósito rector. El libro resulta revelador pero también fascinante porque expone, basándose en una correspondencia copiosa (de la que ya se conocían The Letters of Evelyn Waugh, de
1980, y The Letters of Nancy Mitford and Evelyn Waugh, de 1986) y en documentos proporcionados por familiares y amigos, una vida rica y variada, surcada por viajes numerosos y marcada por tres matrimonios y una larga progenie. Una vida real, la propia de Waugh, que a su vez da vida artificial a una obra que, a medida que se desenvuelve y crece, incorpora, registra y distorsiona los personajes que formaban parte del entorno del creador y habitaban el paisaje que lo encuadraba. Expuesto exhaustivamente ese juego de interposiciones en las páginas de Eade, allí a veces las criaturas de carne y hueso parecen más simpáticas o antipáticas o más divertidas o pesimistas que las criaturas inventadas, y desde luego a veces sucede exactamente lo contrario —una dialéctica, ésta, muy de novelista y de la que Waugh era un maestro consumado—. A nosotros, cabe acotar, lectores latinoamericanos, las piezas de Waugh nos piden un mínimo acomodo psicológico y sociológico para acceder a ellas, centradas como están en un universo que nos es mayoritariamente ajeno; pero, una vez dado ese paso, el acercamiento discurre sin tropiezos, de la mano de unos diálogos chispeantes y del ritmo caudaloso de la narración. El propio autor, en el prólogo a Decadencia
y caída, pondría nombre a sus recursos literarios más frecuentes; informa, por caso, que “every thing is drawn, without malice, from the vaguest of the imagination”, y hace una referencia transparente a lo que llama “this little mirror”.
“Salgo para España la próxima semana así que hazme el favor de pedir a Picasso y a Huxley y a todos tus compinches bolcheviques que posterguen su proclamada invasión hasta la segunda quincena de julio, cuando el campo ya esté despejado”. “Si Stephen Spender y Peter Quennell no me hacen explotar antes, regreso de España a mediados de julio y pasaré unos días en Londres, en el Hyde Park Hotel”. Estas dos frases figuran en una carta de Waugh a su amiga Nancy Mitford, avecindada en París, escrita en junio de 1946. Una y otra frase dan testimonio de dos características propias de Waugh: una certera puntería cuando golpeaba, y una inquina sostenida, minuciosamente expuesta y cultivada, hacia los enemigos, sobre todo si de enemigos de ideas políticas se trataba. También este párrafo, entresacado de una carta de 1956 a Graham Greene, es sintomático de su estilo: “Estoy cumpliendo mis 49 años. Tú acabas de comenzar los tuyos. Se trata del gran climaterio que determina el curso del resto de la vida de uno, tengo entendido. Este fue un año en el que perdí muchos amigos. No por la muerte sino por el aburrimiento y la vejación. Nuestra amistad comenzó muy tarde. Roguemos para que dure”. La música que suena aquí, en la carta a Greene, es distinta de la música de los dos pequeños ejemplos anteriores, pero la letra es la misma: palabras dirigidas a la tribu literaria pendenciera con un ingenio que señorea cáustico y criticón. Y, tirana, retumba allí una traza que organiza sus argumentos con un único gesto desdeñoso dominante —sin duda a veces exagerado o fantasioso—, un gesto fruto de una desenvoltura conquistada a base de un ejercicio largo de la irony de genuino cuño inglés. En su biografía Eade trae a cuento muchos casos como estos aquí citados, todos ocurrentes, mordaces y felices. Y es precisamente a través de ellos que mejor se descubre la persona quisquillosa, pero muy independiente, que fue Waugh. No asombra enterarse de que George Orwell, el intratable George Orwell, tuvo la intención, poco antes de fallecer, de dedicar un ensayo a Waugh como prototipo del artista que desmentía la falacia marxista de que el arte solo alcanza las cumbres de lo glorioso si está informado por principios progresistas —o socialistas, como se decían en el medio siglo pasado—. Hay algo más. En algún momento de su vida (un momento que Eade estudia en detalle) Waugh se convirtió en un artista que pasó a militar en la tradición católica, un rebaño al que también se sumaron los contemporáneos T.S. Eliot, Edith Sitwell y W.H. Auden, y que según Graham Greene proveyó a la Gran Bretaña de un semillero de excéntricos (“the Roman Catholicism is an untraditional tradition”, expresó con lapidarias palabras). Pues bien: esa conversión, que hizo de Waugh un conservador y acaso un recalcitrante, fue también el camino que lo volvió reacio a cualquier credo político redentor y le impidió someterse a los cantos de sirena de un “socialismo” entonces triunfante. Acaso podría agregarse algo más, algo un poquito atrevido si se quiere: como de alguna manera ocurre en el caso de nuestro querido autor, no existe un revolucionario que no sea un converso. Felix
culpa!, entonces.