Meade y Menard
Si Pierre Menard pudo escribir palabra por palabra los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte y un fragmento del episodio veintidós de la segunda sección de El Quijote de Cervantes, ¿por qué un tecnócrata no podría pergeñar un libro y olvidar el título?
Pierre Menard logró una hazaña majestuosa. Al pensar, imaginar y hablar como Cervantes se embarcó en una especie de viaje temporal a través de un libro preexistente. Sus fatigas idiomáticas, sus vigilias y su vocación por explorar el palimpsesto no tenían como origen el desvarío o la impostura ni el deseo de falsificar sino que fueron producto de la lectura concienzuda que Menard renovó a través de “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Entonces, volvamos a preguntar: ¿por qué un político de mucha pompa y bajo rating estaría impedido para escribir un libro aunque no recuerde el título?
La duda es pertinente, dirán algunos, porque ese hipotético tecnócrata estaría traicionando su vocación y su doctrina de gobierno basadas en la eficacia más allá de los factores ideológicos, políticos y sociales pues ¿cómo no saber el nombre del volumen que le causó tantos desvelos, migrañas, calambres, gastritis (Platón la padecía, como reza el título de un ensayo de Antonio Tabucchi), estreñimientos o diarreas incontrolables, cólicos, mareos, estrés y paranoia?
Olvidar el epíteto de una obra propia es tan escandaloso como no recordar el nombre de tu esposa. En un caso así, la suspicacia es inevitable porque los políticos mexicanos, principalmente los de altos vuelos y baja estofa, han demostrado sin pudor alguno que no leen ni el menú de su comedero favorito, y a la hora de hablar de los libros que forjaron su biografía intelectual (si acaso tienen una) citan lo obvio, lo universal, lo infalible, digamos la Biblia, o confunden autorías o enmarañan nombres o hasta nos descubren literatos que quizá sí existen, como Pierre Menard, solo que ignoramos su legado, al fin prole haragana y apática que somos: José Luis Borgues y la Rabina Gran Tagora son ejemplos de ese atolondramiento.
Sin embargo hay que insistir: ¿por qué un funcionario empedernido no podría escribir un libro pero no saber de qué se trata ni cómo se llama su propio texto?
La pregunta es insidiosa, pueden objetar, ahora que el abanderado presidencial del PRI, José Antonio Meade, dijo en una entrevista que su libro sale a la venta la próxima semana pero no recuerda el nombre y fue sincero: lo redactó de cabo a rabo mas lo único que él no escribió fue el título.
Así que no nos hagamos bolas. Si el personaje de un cuento de Borges realizó la envidiable proeza de concebir su propio Quijote, ¿por qué poner en duda las dotes del candidato? Quizá el título que sí le puso pero no lo reconoce era tan desafortunado como su posición en las encuestas y el editor decidió rebautizarlo por iniciativa propia o como Pierre Menard, Meade escribió los capítulos dos, cuatro y diez de La década perdida 1995–2006. Neoliberalismo y populismo en México, de Carlos Salinas de Gortari, o el epílogo de Los vividores del Estado, de Luis Pazos, o el episodio seis de Dios mío, hazme viuda por favor. Y eso no es falsificación, no es impostura, es el efecto colateral de la lectura escrupulosa.