De sátira y máscaras
Mis comentaristas favoritos están atravesados por la carcajada: John Oliver, Bill Maher, Stephen Colbert y Jonathan Pie, personaje creado por el actor Tom Walker, que se triguerea de solo oírse hablar. En lengua inglesa, la veta satírica es uno de los puntales de la democracia. No solo es la mejor crítica sino el gran solvente de la pegosteosa solemnidad con que los ciudadanos suelen embarrar sus dos patologías: la adhesión epóxica y el odio catalizador. Lástima que, salvo por la caricatura, en la cultura política latinoamericana perdimos la capacidad de llevar la sátira al ámbito público.
La risa puede surgir cuando una comunidad comparte una idea de las cosas comunes, un conocimiento que permita alzarse sobre las significaciones primeras para danzar sobre los sentidos. Y es indispensable el toque de la absurdidad para no abrumarse por la mortal seriedad de la responsabilidad pública. Enrique Krauze, en El pueblo soy yo, tiene un estupendo ensayo sobre este asunto: los atenienses detestaban su democracia, pero las burlas y puyas con que Aristófanes desacralizaba a sus contemporáneos descollantes incidió en la supervivencia del sistema que, con todo, fue siempre menos intolerable que la solemnidad de los demagogos y los tiranos. La comedia fue la aportación civil al teatro de las cosas públicas: una máscara independiente del ritual, que adquiere sentido en el universo profano. Su papel ya no es ritual sino estético; una máscara humana, no un disfraz de animal, demonio o dios.
La vida política, donde los ciudadanos participan como algo más que súbditos, adoptó del escenario muchos de sus recursos. Ya no es posible dividir al sujeto de su representación y todo candidato es un histrión. El político sabe que lo suyo es la verosimilitud, no la cosa en sí. Por mi parte, prefiero al fingidor con oficio y tablas que a aquel que se compró el papel y no es sino una máscara que ocultó sus múltiples rostros. Con un actor sabemos que está en juego un ámbito de acuerdos, no el dedo flamígero de las condenaciones.
La risa no es compatible con las situaciones rituales o religiosas y hay que tener miedo cuando la sátira del poderoso se lee como profanación sagrada. El orate que se cree su sacralidad ha vuelto a la etapa totémica de la función pública con el agravante de confundir dos ámbitos irreconciliables: el poder y la sacralidad. No hay manera de juntarlos sin que surja la tiranía. Es desquiciado y primitivo suponer que un político tendría el poder para llevar a cabo una salvación moral o espiritual.