El unicornio roto
Tennessee Williams escribió El zoológico de cristal inspirado en su vida: una madre manipuladora, el alcoholismo del padre, la enfermedad mental de su hermana. La personificación de la madre podría ser una venganza por haber permitido la lobotomía a su hija. Y podría ser el amor a su hermana, que lo impulsó a escapar del hogar para dedicarse por entero a la escritura. O podría ser que la vida lo llevó a escribir una pieza digna del mejor realismo norteamericano. Hoy es un clásico que se escenifica en el mundo, en diferentes épocas.
Tom quiere ser escritor pero trabaja en una fábrica. La madre, Amanda, quiere casar a su hija pero al parecer para nadie es atractiva, a pesar de ser hermosa. Laura vive jugando con su repisa llena de animalitos de cristal, su zoológico. La inmadurez emocional es el tema fundamental de una obra que, estrenada en 1945, consagra al dramaturgo Tennessee Williams, con apenas 34 años. No cualquiera logra romper unicornios en el escenario.
La madre es Blanca Guerra, Tom es Pedro de Tavira Egurrola, y Adriana Llabrés es Laura. Hay en la actuación una comunicación plena entre madre e hija. Pero el hilo conductor entre Blanca y Pedro fluye a trompicones, no por tener escenas incendiarias por sus diferencias para ver la vida, sino por dos estilos de actuación que no logran encajar en la dirección planteada por Diego del Río. Entonces la obra se convierte, a veces, en un melodrama, y otras, en una comedia forzada donde el sarcasmo de los diálogos del dramaturgo pierde su fuerza descomunal. Blanca Guerra gana territorio en las batallas en el escenario, con tonos, ritmos y gestos naturales, frente a la estridencia actoral de Pedro de Tavira.
No es una obra fácil pero aquí aparece casi divertida, no lúdica, no lúbrica, no esperpéntica. Siendo una pieza compleja en su estructura, aparece una versión al español donde se evidencia el interés por un público masivo, no por comprender la densidad de una obra sino por la curiosidad de penetrar las vidas atrapadas en una historia que se muestra sencilla, casi simple. Aligeran las palabras en una adaptación a la traducción al español, concesivo.
No se alcanza la profundidad de un ser que quiere ser escritor, ni el malestar de la hermana en estado de shock constante, o la imposición del carácter de la madre por la superación de la familia. Los actores, todos sin excepción, hicieron los intentos lógicos en una adaptación aligerada por una dirección poco exigente.
Con todo, la obra es ampliamente recomendable. Por la escenografía descuadrada de Jorge Ballina, por la música de Iker Madrid y la iluminación de Víctor Zapatero. Pero sobre todo la actuación de Blanca Guerra, sin duda una actriz que ha ido de generación en generación revitalizando la actuación a los tiempos que exige la naturalidad que hoy exige el teatro contemporáneo.
Ella vale la misa completa.