El afrodisiaco de un obús
Las guerras constituyen una situación límite en la que se suscitan las emociones más antagónicas. A ratos, el preludio de la Primera Gran Guerra fue un carnaval y el ardor nacionalista una forma gozosa de la borrachera con su euforia contagiosa y sus delirios de grandeza. La guerra exaltaba los sentidos: en las ciudades destinadas a la batalla la fiesta se apresuraba; las parejas asumían la mortalidad de los cuerpos y se amaban hasta cansarse; los poetas encontraban un motivo de inspiración en la refriega y producían obras maestras con títulos paradójicamente ajenos a la circunstancia (por ejemplo, La alegría de Giuseppe Ungaretti, escrita entre sus penalidades en el frente). Acaso a través de la guerra el individuo se fundía en una excitante abstracción y las vidas más anodinas adquirían la posibilidad de trascender en el valor, el altruismo y la proeza. La guerra representaba también la ilusión de un momento de comunión y camaradería patriótica, cuando aparentemente se borraban las jerarquías y divisiones sociales y los soldados constituían un solo cuerpo frente al peligro. Guillaume Apollinaire (1880-1918) fue uno de los escritores emblemáticos de este sentimiento de exultación ante la guerra: el poeta, pornógrafo disimulado y crítico pictórico de ascendencia polaca se propuso como voluntario en el ejército francés, celebró con excesos de vino, opio y sexo cuando fue aceptado y, lleno de imaginería religiosa, concibió su partida al combate como parte de un martirio ritual capaz de sanar y redimir a un continente con la fecundidad de la sangre. Ya en el frente fanfarroneaba de su emoción ante la proximidad de la muerte, encontraba la poesía en el estruendo de los obuses, escogía las misiones y posiciones más arriesgadas y escribía largas cartas a sus mujeres, llenas de efervescencia guerrera y urgencia erótica. En marzo de 1916, mientras Apollinaire leía una revista, un obús le traspasó el casco, lo hirió gravemente y obligó a una trepanación. Es sabido que el poeta, en su convalecencia, recibía orgullosamente a sus amigos mostrando el casco agujerado y la revista manchada de sangre como si fueran unas reliquias. Sin embargo, Apollinaire ya nunca pudo recuperarse de sus prestigiosas heridas y, debilitado y decepcionado, sucumbió a la epidemia de gripe de 1918. Es factible que el atormentado extranjero, el hijo de padre desconocido, el sospechoso del robo de La Gioconda, el creador de noveletas sucias y blasfemas, el poco reconocido renovador de las formas poéticas quisiera aprovechar, como muchos otros desarraigados, la oportunidad de hacerse querer por una patria esquiva y desdeñosa. Sin embargo, la excitación bélica desaparecía, a medida que la carnicería se prolongaba y, bajo la sonrisa nerviosa y desafiante del combatiente, ya solo se ocultaban las muecas del miedo, el sinsentido y el hastío.