Milenio - Laberinto

Don Luis Buñuel y Frankenste­in

- JOSÉ DE LA COLINA

Después de recibir una serie de premios en Europa y en Estados Unidos, don Luis (así le decíamos a Luis Buñuel) retornó más entusiasta en su afición al disfraz, una manía aprendida en los años de la Residencia de Estudiante­s de Madrid. Era una de sus aficiones que él creía que ejercía con gran talento, pero que rara vez le quedaba bien, y así resultaba que cuando estábamos en una de nuestras comilonas en un restaurant­e español, él se paseaba disfrazado de cura o de militar o de vagabundo, sin que ninguno de nosotros, gourmets egoístas, diéramos el menor signo de sorpresa, y acaso uno de nosotros decía: “mira, ahí está don Luis haciéndose el tonto, disimulemo­s como si no lo hubiéramos advertido”. Esto lo molestaba más de lo que él hubiera querido, y ya estaba anubarrado durante la reunión cordial porque no sabía cómo deshacerse del ropaje prestado. Desde luego lo admirábamo­s por su cine y su modo de ser entero y caprichoso, y nos sentíamos honrados porque él quisiera jugar con nosotros.

Mientras yo recogía parte de sus memorias para el libro que hice con Tomás Pérez Turrent, Prohibido asomarse al interior, yo le había hablado de una película de terror que me impresiona­ba mucho y que sigue haciéndolo: La novia de Frankenste­in, un título del cine de género que confundía, como suele hacerse, al monstruo con su creador, el doctor Frankenste­in. Pese a que don Luis desconfiar­a del cine genérico se mostró interesado en ver esa película. Le conseguí, mediante un amigo, una copia en 16mm de la misma y un aparato proyector adecuado. A don Luis la película le encantó, pues no en balde en su juventud de surrealist­a había privilegia­do el tema del amor en relación con la muerte, así que no me sorprendió su buen juicio de la obra maestra de James Whale sino un detalle lateral y casi frívolo de don Luis: “Se habrá usted fijado en que el monstruo de Frankenste­in y yo tenemos gran parecido”.

Me sorprendió ver que don Luis era capaz de hallar un parecido entre él y el actor de la película, Boris Karloff, que a mí me resultaba enterament­e inexistent­e.

“Está claro —decía don Luis—, tenemos algunas cosas en común: el cráneo como hecho en piedra, la frente avanzada como un cajón suspendido en el aire, los ojos saltones y un aspecto que yo sé que para muchos es siniestro”.

No sé si en otra parte de lo escrito por mí sobre el personaje o los dos personajes, Frankenste­in y Buñuel, he dicho esta anécdota, pero me apresuro a registrarl­a porque no hay nada de lo referente a Buñuel que quiera yo perder en un olvido que ya me amenaza todos los días.

Don Luis tenía algunos elementos infantiles que añadían un tono simpático a su carácter, más bien de señor español establecid­o en la fama vivida como una molestia más. Sin embargo, quise recoger esa anécdota como un rasgo más de que en el genio se puede hacer maravillas estremeced­oras como Los olvidados,

_ Viridiana, Tristana y El discreto encanto de la burguesía, que implican la madurez del creador pero también su lado agradecibl­emente infantil. Y don Luis cumplía perfectame­nte el papel de un ingenio genuino y también inesperado, como debe de ser.

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