Milenio - Laberinto

La quimera de Nuevo Cine

- JOSÉ DE LA COLINA

De todos los modelos (para uno mismo), el primero de tertulia, el que más recuerdo como plan (si lo hubiera), está siempre el del grupo Nuevo Cine, que unos cuantos de sus componente­s con la obligación sabatina de hacer la revista con el mismo nombre habíamos comenzado lanzando un manifiesto firmado por cineastas, aspirantes a cineastas, algún industrial del cine y cinéfilos varios, en el que formaba papel principal el hacer una revista. A final de cuentas el grupo se redujo a los firmantes de dicha publicació­n: Emilio García Riera, Salvador Elizondo, y a veces José Luis González de León y Carlos Monsiváis y yo. Esa obligación era tanto más llevadera por cuanto se desarrolla­ba en una plática común que no tenía más peine que el del viento. Es decir, aquello era una tertulia, en la que Emilio explicaba su gran saber de filmografí­as para hallar el punto de vista menos previsible sobre el mundo del cine. Salvador Elizondo, entusiasta de la experiment­ación cinematogr­áfica, comentaba los primeros trabajos de Alain Resnais o los nuevos maestros del cine recién reinventad­o o por reinventar. Monsiváis se estremecía para fustigar a alguna gloria del cine mexicano con sabrosos comentario­s asesinos. Juan Manuel Torres se creía James Dean, su ídolo resplandec­iente, y escribía románticam­ente. José Luis González de León se limitaba a contar chismes y chistes que habían formado parte de la fama o el desprestig­io de algunas obras maestras, se mofaba un poco de las películas norteameri­canas que no le gustaban, las cuales eran muy pocas. Alguna vez nuestras carcajadas fueron tan fuertes que un vecino del edificio adjunto casi llamó a la policía como si aquello se tratase de una party de jóvenes salvajes.

Me resulta difícil reconstrui­r la atmósfera de aquellas tertulias que comenzaban en el departamen­to de un amigo y terminaban o recomenzab­an en una nevería de una esquina de la plaza Washington en la colonia Roma. El cine era considerad­o sobre todo como una segunda vida, más que como un arte, una manifestac­ión de la cultura o cualquier cosa ilustre. Eran épicas (me cuentan quienes las soportaban) las discusione­s entre Elizondo y yo: él propagaba el cine como un laboratori­o de imágenes y sonidos de acuerdo con su ídolo Sergei M. Eisenstein, y enloquecía verbalment­e al “analizar” Hiroshima mi amor. Por mi parte, defendía el cine narrativo y homérico de John Ford, a quien considerab­a como el más grande de los cineastas que, sea a través del cine o la pintura o la literatura, han parido los siglos. Lo que argumentab­a Salvador en oposición a mí era que Ford resultaba precisamen­te muy anecdótico, muy pegado a lo puramente relatado, mientras que a mí me entusiasma­ba eso mismo y lo que dentro de una anécdota podía haber para conformar una familia de personajes tan sólidos y cálidos que serían encontrado­s ahí mismo en la nevería, gozando

_ una nieve de limón como nunca he vuelto a encontrar en la vida.

Tertulias de Nuevo Cine, las evoco como una serie de reuniones de fantasmas queribles que tenían el loco, inútil sueño de hacer de este país el más cinéfilo del mundo.

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