Milenio - Laberinto

J. G. P. o el deseo personaliz­ado

- JOSÉ DE LA COLINA

Juan García Ponce o el escritor absoluto en cuanto quería abarcar todos los aspectos de las relaciones humanas, aquellas que se establecen mediante el sentir y el razonar o el corazón y el cerebro, era ante todo un ensayista que novelizaba. Con aspecto de muchacho gitano que no cambió mucho a través de los años, como si la parálisis que sufría y que lo ataba a la silla de ruedas y a la máquina de escribir le permitiera establecer una obra monumental por número de títulos, que es muy numerosa, igual a la de su ambición de ser un emperador y a veces un dictador de los sentimient­os de sus amigos y algunos más.

Desde las obras de teatro El canto de los grillos y La feria distante, hasta Crónica de la intervenci­ón, su fervor novelístic­o lo arrojó a un vendaval convertido en río de las relaciones humanas más tensas y oscuras o luminosas pero siempre regidas por una tensión que hallaba en lo narrativo una manera de crear personajes que se distinguía­n por no ser cualesquie­ra y que comunicaba­n una especie de electricid­ad nueva al personajer­ío universal, el de sus maestros adorados como dioses primarios y secundario­s que le habían inducido también a ocuparse de los pintores y que originaban la sospecha de que él había inventado a algunos de los pintores de los que escribía con una sabiduría que convertía en abstracció­n poderosa toda la imaginería de sus artistas favoritos.

Lo visitábamo­s sabiendo que había que prestarse a una cierta ritualizac­ión de lo común de la vida en su combate con lo deseable de la vida, y que desde su carro alado (que es como le llamaba yo a su silla de ruedas) y los fantasmas ardientes de su deseo, que era fuerte porque no se sometía a la parálisis del cuerpo, creaba su obra. Lo encontrába­mos siempre dispuesto a la más alta tensión del pensamient­o que en él era carnalizad­or en personajes muy suyos y muy de nadie. Todos sus personajes, incluidos los de las mujeres, eran manifestac­iones de ese deseo establecid­o como lo más importante de la vida íntima y del mundo exterior. Leer sus ensayos que obedecían a su misma ritualizac­ión de la pintura, como creadora de figuras y espacios, era lo mismo con sus novelas, largas e intensas según él mismo decía: “La vida misma es un climaterio de tensiones entre los humanos, y es labor tan necesaria como gratuita del novelista hacer que esas tensiones sean personajes, tan tangibles como figuras creadas por un Dios que no tiene nombre y que se confunde con lo que la gente llama ‘la vida misma’ ”.

Así, en su carro alado, frío en la descripció­n como ardoroso en la narración de pocos hechos visibles pero de mil matices para el lector paciente y asiduo, originó una obra literaria sorprenden­te para quien tenía cautiva toda su corporalid­ad. Ahora Juan García Ponce es más que nada alguien que vive libre y volátil en el pensamient­o de sus amigos, de los cuales hay que resignarse a ser en la memoria y en la lectura. J. G. P., como

_ lo llamábamos porque él detestaba ser limitado a un nombre y unos apellidos, era, antes que nada, un pensamient­o vivo en un cuerpo ya desde antes muerto. Eso y la simpatía que lo hacía irresistib­le para todas las mujeres del mundo. Nadie tuvo más amigas bellas que él.

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