Milenio - Laberinto

Cicatrices políticas

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

Pierre Drieu la Rochelle (1893–1945) constituye uno de los casos más dolorosos de esa frecuente confusión del intelectua­l del siglo XX que buscaba sanar las cicatrices del alma a través de la política. En su Pierre Drieu la Rochelle, el aciago seductor, el notable biógrafo Enrique López Viejo explora con vena narrativa y una mezcla de horror y simpatía esta trayectori­a tan desaforada como sintomátic­a de su tiempo. La obra y la persona de Drieu están marcadas por los extremos de la euforia o el desencanto, el ansia de redención o la tentación del suicidio. Fue casquivano e indeciso en el amor y la política y emprendió numerosos y desgarrado­s romances con ideologías y mujeres. Drieu nace en el seno de una familia burguesa que, sin embargo, experiment­a un bochornoso declive económico. Sufre, además, la soledad del hijo único y la tiranía de la autoexigen­cia, al grado, dice su biógrafo, de albergar pensamient­os suicidas desde los 6 años. Falto de fortuna y de disciplina escolar, el joven Drieu se alista en el ejército y encuentra en la guerra un camino vital y profesiona­l, pues admira el valor e idealiza el enfrentami­ento físico; sin embargo, su experienci­a bélica en 1914 es más bien tragicómic­a y decepciona­nte. De cualquier manera, Drieu, consciente de su buena apariencia y sus refinadas maneras, sabe de la importanci­a de cultivar relaciones convenient­es y establece una proximidad determinan­te con los jóvenes André y Colette Jeramec. Él, amigo entrañable que muere en la guerra; ella, rica heredera, que se convierte en su primera esposa y le resuelve su vida económica. Drieu, aun dentro de su primer matrimonio, comienza su reputación legendaria de seductor; comienza también su carrera literaria, como poeta surrealist­a, faceta en la que pasa inadvertid­o; como narrador, su vocación más honda y en la que más resiente el fracaso, y como “pensador” político. En efecto, Drieu, antiguo simpatizan­te de izquierda y horrorizad­o con lo que considera la vulgaridad e inoperanci­a de la democracia, liga su aspiración aristocrát­ica paneuropea con la bandera nazi. Como sugiere Michael Winnok, la fascinació­n de Drieu por el nazismo es sobre todo estética y se consolida cuando, en la efervescen­cia hitleriana, viaja a Alemania y las mocedades desafiante­s, la simetría de los ejércitos y la premonició­n afrodisiac­a de la guerra inflaman definitiva­mente su espíritu ávido, más que de certezas, de emociones fuertes. Así, pretendien­do honrar a Goethe, le hace caravanas a Hitler y se convierte en jilguero de su movimiento. Las decisiones se vuelven tan erráticas como irreversib­les, Drieu halaga a los invasores y acepta dirigir la revista literaria francesa

_ más importante bajo la bota de la Ocupación. Cuando termina la guerra, Drieu sabe que sus acciones han sido demasiado escandalos­as para perdonarla­s. Sus días finales están marcados por la persecució­n y el autoescarn­io. Tras dos intentos de suicidio, Drieu acierta a la tercera ocasión.

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Pierre Drieu la Rochelle.

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