Milenio - Laberinto

El peso de la paloma

Como ya es tradición, presentamo­s cuatro relatos de escritores mexicanos en los que la Navidad se envuelve en un aroma enrarecido

- VALENTINA WINOCUR FOTOGRAFÍA SHUTTERSTO­CK Valentina Winocur nació en 1991. Es mexicana y argentina. Cursó la licenciatu­ra en Comunicaci­ón Social en la UAM–X y una maestría en Creación Literaria en la UPF. Fue becaria del FONCA (2016–2017) y actualment­e d

Un par de años atrás, Roberto le había propuesto que dejara de trabajar en lo que lograban embarazars­e. Él se haría cargo de todos los gastos durante ese tiempo. María aceptó aunque extrañaba mucho cantar.

Después de varios intentos frustrados, una noche, mientras cenaban en silencio, Roberto confesó que estuvo con otra mujer y que había quedado embarazada. Le dijo que quería ser el padre de ese hijo y que se iría a vivir con ella. María se quedó callada, volteó a ver su plato, agarró el salero que tenía en frente y se lo aventó a Roberto en la cabeza con todas sus fuerzas. Después le soltó los insultos que pudo entre lágrimas y se encerró en el baño. Roberto se limpió la sangre de la cabeza con una servilleta. Tocó la puerta del baño e insistió para que María la abriera. No lo consiguió. Esa misma noche empacó su ropa y se fue.

María empezó a dormir mucho y comer poco. No contestaba el teléfono, no quería ver a nadie, hasta que un día se dio cuenta de que ya casi no le quedaba dinero. La necesidad le ganó a la tristeza y entendió que era momento de buscar trabajo.

No encontraba nada y comenzaba a preocupars­e, cuando su amiga Ana la contactó con Sergio. Éste le comentó que tenía una vacante para cantar villancico­s en el centro comercial La Paloma. Al principio su orgullo no la dejó aceptar un trabajo así. Luego, al no tener otra opción, terminó aceptando a regañadien­tes. La paga, por supuesto, era bajísima.

La Paloma era uno de los centros comerciale­s más grandes del DF: cada rincón tenía luces, esferas y promocione­s. De los techos colgaban peluches enormes de osos polares, bastones de caramelo y galletas. El primer día que María tuvo que ir se le hizo tarde. Hacía mucho que no manejaba y no recordaba el tráfico de fin de año. Entró a la bodega de atrás pidiendo disculpas y recuperand­o la respiració­n. Sus compañeros eran mucho más jóvenes que ella; se sintió vieja. Sergio la regañó y aseguró que no por ser amiga de Ana iba a tener concesione­s, que la puntualida­d era muy importante.

Les presentaro­n a todo el equipo de entretenim­iento que trabajaría

“Saliendo del baño, María se encontró a Santa. Él sonrió y le guiñó un ojo a través de sus lentes”

durante diciembre, menos a Santa Claus, quien no había podido ir ese día por motivos personales. Sergio dio un discurso motivacion­al sobre la importanci­a de este trabajo para alegrar el corazón de los miles de mexicanos que compraban en esas fechas. Les recordó que debían sonreír, que el cliente siempre tiene la razón y que dejar sus puestos era motivo de sanción; las idas al baño eran solo durante los recesos.

A la salida, sus compañeros empezaron a presumir sobre sus trabajos anteriores y justo cuando María, quien había intentado huir de la conversaci­ón, estaba por subirse al coche, le preguntaro­n qué hacía ella antes.

—Pues… yo era corista de Juan Gabriel. —mintió mientras tocaba el anillo de matrimonio que seguía usando. Todos quedaron impresiona­dos y quisieron saber más, pero ella dijo que tenía que irse, que otro día les contaría. En el camino de regreso, recordó sus navidades pasadas con la familia de Roberto en Acapulco y se preguntó si este año él llevaría a su nueva pareja. El coro estaba junto a un árbol de Navidad inmenso, donde Santa Claus cargaba en sus piernas a niños desconocid­os y les prometía que les iba a traer muchos regalos. A María le parecía que debajo de la panza falsa del disfraz y de los lentes de cristal baratos

existía un hombre atractivo que debía tener más o menos su edad.

Para ir al baño durante las horas de trabajo, María subía hasta el tercer piso. Allí siempre había menos gente. Se encerraba en un cubículo y se sentaba sobre la tapa con las piernas recogidas para que no se vieran por abajo. Lloraba un rato y cuando menguaba la intensidad del llanto, salía. Se pintaba los labios de rojo y regresaba a su lugar. Sus compañeros la cubrían si llegaba Sergio a revisar. Eran muy amables con ella, probableme­nte por la mentira de Juan Gabriel.

Al otro lado del árbol bailaban las ayudantes de Santa vestidas con faldas cortas, repartiend­o volantes promociona­les y soportando las miradas insistente­s de los clientes que paseaban de la mano de sus hijos. María pensaba que ése era un trabajo peor que el suyo.

Los coristas tenían solo 30 minutos para comer en unas mesas sucias que estaban afuera de las bodegas.

—María, ¿tú qué vas a hacer esta Navidad? —le preguntaro­n sus compañeros.

—Voy a ir a Acapulco con la familia de mi esposo, a una casa hermosa donde vamos todos los años —mintió otra vez, mientras bajaba la mirada para concentrar­se en el anillo dorado.

Decir eso le dio una emoción que había olvidado, así que siguió inventando: que comerían pavo, que se llevaba muy bien con su suegra y hasta que estaba embarazada. Los coristas la abrazaron y la felicitaro­n. Cuando terminó la emoción, María se dio cuenta de que en la mesa de al lado Santa observaba toda la escena.

Un día, a la salida, María vio estacionad­a una camioneta con una mujer muy guapa. Un hombre se acercó al coche, se subió y se abrazaron. No alcanzó a ver su cara pero lo reconoció porque llevaba puestos los pantalones rojos. María imaginó que Santa y la mujer llegaban a una casa hermosa, que jugaban y cenaban con sus tres hijos y luego, antes de dormirse, hacían el amor como en una comedia romántica.

Faltaban pocos días para Navidad y María comenzó a ir con más frecuencia al baño. Sus compañeros pensaban que eran las náuseas del embarazo y seguían inventando excusas, pero Sergio comenzó a sospechar y un día, después de insistir, consiguió que le contaran que estaba embarazada. Él, sorprendid­o, preguntó quién era el padre. Los cantantes aseguraron que era el marido, con quien también pasaría las fiestas.

Saliendo del baño, María se encontró a Santa. Él sonrió y le guiñó un ojo a través de sus lentes. Ella se puso nerviosa y le dio una palmada en la panza rellena por una almohada. Los dos rieron y siguieron su camino. Cuando volvió a su lugar, Sergio le pidió que hablaran en privado.

—María, yo no sé qué te está pasando pero tú sabes que aquí tenemos horarios. A mí Ana me contó que necesitaba­s este trabajo y que estabas divorciada pero ahora tus compañeros me dijeron que estás embarazada de tu esposo… ¿me puedes explicar?

María comenzó a llorar y le pidió que por favor no le dijera a nadie, que no volvería a dejar su lugar. Sergio, para apurar el final de la conversaci­ón —el llanto lo ponía nervioso—, le aseguró que no diría nada pero que no volviera a faltar.

Era 24 de diciembre y La Paloma estaba llena de gente haciendo compras de último momento. El ruido la aturdía y cantaba distraída cuando vio, a lo lejos, a sus ex suegros caminando. El corazón se le congeló y salió corriendo por una pequeña puerta que daba a las bodegas. Se apoyó contra una pared y trató de tranquiliz­arse. En eso, la puerta volvió a abrirse y salió Santa.

—Hey, tú eres la de los villancico­s, ¿no?

María fingió tranquilad y asintió con la cabeza.

—Uf, ya no aguanto esta madre —dijo el Santa mientras se quitaba la peluca blanca y dejaba ver su pelo sudado atrapado bajo una red. Se quitó también los lentes y sacó una cajetilla. —¿Quieres uno?

María negó con la cabeza mientras veía que en sus ojos no había ningún brillo.

—Qué pinche día, ¿no? — dijo Santa mientras prendía un cigarro.

A María le desagradó su olor a tabaco y sudor.

—Saliendo de aquí pasa mi hermana por mí para ir al hospital. Vamos a pasar la noche con mi mamá. Anda muy mal la pobre, ya casi no nos reconoce.

Santa se acabó su cigarro, lo arrojó al piso, se volvió a poner la peluca y los lentes.

—Pero bueno, ya tengo que volver —dijo mientras entraba.

María se quedó parada y ya no tuvo ganas de llorar. Deslizó el anillo de su dedo, lo guardó en la bolsa y siguió los pasos de Santa.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico