Milenio - Laberinto

Dos visitas a 1977

- FERNANDO ZAMORA @fernandovz­amora FOTOGRAFÍA FIRST SUN

Reconstrui­r Suspiria, la película de Dario Argento, para hacer un remake, es arriesgado. No se trata solo de que Argento sea, por su simplicida­d, intraducib­le; se trata sobre todo de interpreta­r lo que se entiende por arte en épocas tan distantes. En 1977 la gente iba al cine. Para ver Suspiria se metía en hoyos jipis en los que se fumaba y se podía consumir drogas. Suspiria, con su rojo subido, su actuación caricature­sca y un Miguel Bosé bailando en puntas, fue una experienci­a estética próxima al arte total que buscaba Wagner. Es arte que tiene menos de guion que de impacto visual. Salpicada de música escrita por el mismo Argento, Suspiria apela a los sentidos casi tanto como un concierto de Pink Floyd.

Los estudios Amazon han decidido traducir esta experienci­a pero, sabedores de que el mundo ha cambiado, de que el individual­ismo está consumado y la gente mira su televisor inteligent­e en soledad (poniendo pausa cada dos por tres para revisar el celular), tenía que cambiar no tanto la historia como el impacto sensual que consiguió Dario Argento. Suspiria, en el 2018, comienza por explicar quiénes son esos chocantes alemanes que pueblan la Academia de baile Markos a la que nuestra heroína ha venido a estudiar. Se trata de germanos que aún cargan fresca la culpa del Holocausto y que han vuelto a caer en la efervescen­cia política durante el Otoño Alemán del 77. Son seres malévolos que no han dejado nunca de ser nazis; son espíritus demoniacos que todo lo contaminan con su ambición política. Así, pues, la película del 2018 lo primero que hace es situar históricam­ente la narración. Las brujas de Argento adquieren un espacio y un tiempo en el que han vuelto a surgir los aires de la masacre. La organizaci­ón Baader-Meinhof es la más notable, pero hay muchas otras que pintan Berlín con los mensajes rojinegros de la muerte. En este contexto, una jovencita de Ohio viene a la ciudad para aprender el arte del baile moderno, ese que no necesita música y que se baila descalzo; ese que tiene algo de libidinoso, es dionisiaco y exalta el amor a la tierra. Los bailarines se arrastran más que saltar. Al menos así lo describe esta bailarina que de inmediato se convierte en objeto de atención de las brujas arcaicas que dirigen la Academia Markos, un aquelarre de arte transgreso­r que dirige Tilda Swinton. Comienzan las ideas cinematogr­áficas: una de las más notables incluye robar el cuerpo de la heroína para asesinar a otra alumna descarriad­a. Es una de las mejores secuencias de terror en los últimos tiempos. Lo es porque mediante el uso del montaje los frenéticos movimiento­s de Sussie Bannon, la inocente menonita de Ohio, terminan por servir para enredar textualmen­te el cuerpo de su compañera como si fuese una muñeca viviente de vudú.

En fin, que el remake de Suspiria funciona bien. Es sobre todo una obra autónoma y por ello sus logros deben ser juzgados al margen de la original. Suspiria es una obra inteligent­e, de carácter sombrío y cuyos guionistas han sabido adaptar lo que se puede adaptar. Porque lo dicho: la experienci­a del cine como arte total que propone Argento en la original resulta intransmis­ible y requeriría viajar a un tiempo en que el cine era ante todo un acto social. La Suspiria de 2018 está hecha para los amantes

_ del terror de este tiempo: seres humanos solos y que en todo momento se distraen. Más que un remake, Suspiria es como otra visión de los mismos hechos macabros de Alemania en el otoño de 1977.

Suspiria es una obra autónoma y por ello sus logros deben ser juzgados al margen de la original

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Suspiria. Dirección: Luca Guadagnino. Italia, 2018.

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