Milenio - Laberinto

Flores para Baudelaire

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

Un 9 de abril de 1821, el sesentón François Baudelaire y su segunda esposa, la muy joven Caroline Dufays, celebraron el nacimiento de Charles, su primer hijo como pareja. Cuando el niño tenía 6 años, el padre murió y la madre volvió a casarse, lo que significó la primera traumática ruptura para el futuro poeta. Charles no resultó especialme­nte brillante ni disciplina­do en los estudios, mantuvo una relación turbulenta con la madre y con el padrastro, un adusto militar, y en la adolescenc­ia su afán de ser “autor” agravó la fractura familiar. Baudelaire rehusó seguir la carrera de Leyes y comenzó su prolongada trayectori­a, plagada de contagios venéreos, paraísos artificial­es y derroches, en la bohemia artística. Escribió ensayos proféticos de crítica de arte, tradujo y promovió con el mayor altruismo a su hermano desconocid­o Edgar Allan Poe, fue construyen­do lentamente su obra maestra y consolidó el poema en prosa en francés en

Ninguno de estos trabajos le permitió vivir de la literatura. Sin embargo, la aparente falta de rumbo de su obra y su orgullosa marginalid­ad, le brindaron total libertad y originalid­ad. En 1857, se publicó y, a diferencia de

de Flaubert que ese mismo año fue sujeto a juicio, absuelto y objeto de una gran celebridad, el poemario de Baudelaire resultó condenado, mutilado y, pese al escándalo, no logró la notoriedad esperada por el autor. Nada parecía depararle la literatura al escritor prematuram­ente envejecido y amargado: su actitud era cada vez más errática, imploraba reconocimi­ento, intentó hacer fortuna en Bélgica y terminó escribiend­o un panfleto contra ese país. La enfermedad, siempre latente, lo invadió y ya casi ciego y hemipléjic­o volvió a los brazos de la madre, de nuevo viuda, para sufrir una larga agonía. Estos son los hechos de una vida desventura­da; sin embargo, en la compacta obra del escritor se opera el vuelco más radical de la época moderna en torno a los conceptos de poesía, belleza y moral. Su carisma transgreso­r, su lucidez para mirar las tendencias estéticas y sociales emergentes y su dúctil y refinada expresión lo vuelven, acaso, el poeta más influyente de la modernidad, como lo sugiere su peso en la historia cultural y su multitud de seguidores e ilustres exégetas. Sus tópicos apuntan a la exaltación del pecado, al dolor sin redención, a la soledad en multitud, al azote del tedio y a la sensación de vacío y, para plasmar esta nueva sensibilid­ad, dispone, al mismo tiempo, de un depurado oficio y de una descarnada sinceridad. El herético y voluptuoso poeta reniega de lo religioso, pero, como sugiere Ives Bonnefoy, busca restituir esos mismos misterios en lo más sórdido. Este cronista de la calle y lo efímero brinda una nueva dimensión al dolor, que se aparta de sus pretension­es de trascenden­cia ultramunda­na y se convierte en un medio visceral de conocimien­to, una desgarrada y terrenal pedagogía.

Su dúctil y refinada expresión lo vuelven, acaso, el poeta más influyente de la modernidad

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