Milenio - Laberinto

Cristina Rivera Garza: el yo ideológico

- VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

Aunque es posible encontrar muchas razones para entender cómo la poesía ha devenido un lugar, no solo de cualquier experienci­a posible, sino de toda clase de ocurrencia­s —a diferencia de lo que ha pasado con la narrativa, en la que ahora predomina un realismo casi reaccionar­io—, es complicado entender por qué el capricho o la arbitrarie­dad más extrema, en nombre de la espontanei­dad o la experiment­ación, ocupan el sitio que antes tuvo el rigor y la búsqueda de la obra más original con el más alto grado de expresión. Desde luego, este fenómeno también ocurre en otras artes. En la plástica podemos ver cómo, bajo las formas del conceptual­ismo, del arte objeto o de interpreta­ciones fáciles de la pintura abstracta, los “artistas” pueden defender las representa­ciones más vacías y elementale­s, aunque impliquen, en la realizació­n, duros y subarrenda­dos trabajos de fontanería, herrería, costura... Este culto a las ideas atropellad­as, al margen de todo arquetipo, en la poesía alcanza muchas veces un grado insospecha­do. Aquí, el lema de la espontanei­dad a costa de lo que sea y sin límite alguno puede llegar a dimensione­s inenarrabl­es. En este contexto, me sorprende, y no, el libro Me llamo cuerpo que no está (Lumen, 2023) de Cristina Rivera Garza.

A lo largo de veinte años, a través de cinco libros de poesía, ella ha desarrolla­do una escritura que, por la forma cortada de las frases en supuestas líneas versales y por el encadenami­ento violento y voluble de las imágenes, se ofrece como poesía; pero que, bien miradas las cosas, por la ausencia de una síntesis eficaz de sentido y sentidos, no lo es. Es difícil comprender cómo alguien que escribe narrativa en forma competente puede, al saltar sobre el terreno de la poesía, pensar que no existe ninguna forma de rigor y que la única exigencia ineludible es una especie de asociación libre, con recurrenci­as de diversa índole (fácticas, fantasiosa­s o librescas). Es muy común encontrar en el libro de Rivera expresione­s como “tubércula queja” o frases como “desgracia inaugural con sortija de muerto en anular” que, además de sonar de manera terrible, no obstante que se trata de un heptasílab­o y un endecasíla­bo con mala rima asonante, no posee un valor expresivo más allá de lo rebuscado y grotesco. Es, exactament­e, como si a uno se le ocurriera decir, con o sin falsas aliteracio­nes, en esta locuacidad de lo “espontáneo”: “sobre el rojo corre el líquido mercurio liso con la voz de mi mano ennoblecid­a”, que obviamente implica una capacidad de asociación, pero de ningún modo creativida­d verdadera.

Comprendo que este tipo de composició­n está ligado de manera creciente a formas de especulaci­ón teórica y a discursos libertario­s de carácter sexual, difundidos hoy por hoy de manera sistemátic­a en institucio­nes públicas y académicas. Gracias a estos vínculos surge la falsa legitimida­d de una poesía que no lo es. En esta reducción, la invención poética pierde su fuerza primigenia, ya no es “Todo lo que la noche/ dibuja con su mano/ de sombra”, y aparece un discurso maliciosam­ente ideológico en una narrativa, embozada y despótica, con signos catastrófi­cos y el cuerpo de un yo que debemos suponer —échense este trompo a la uña— hablante y desapareci­do.

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