Milenio - Laberinto

Juegos eróticos en una corte del siglo XXI

- FERNANDO ZAMORA @fernandovz­amora FOTOGRAFÍA MRC FILM

PLa admiración por el libertino se enreda hasta el grado de confundir al enamorado

or más de cuatro siglos, personajes salidos de la imaginació­n de Augustin de Beaumarcha­is han transitado a través de la novela, la ópera y, claro, el cine. Son héroes de una corte que, pequeña o grande, se transforma en microcosmo­s que revela lo hipócrita de la burguesía y lo trepador de las clases medias, lo iluso de quien cree que el sistema está bien.

Emerald Fennell escribe y dirige Saltburn (disponible en Amazon). En ella, estos héroes que se hicieron famosos en el Tartufo de Molière se ven actualizad­os por una joven británica que retoma la ironía de los maestros del siglo XVIII para construir una sátira del siglo XXI. Oliver, nuestro héroe, se sirve de las artes del esclavo (el chisme y la mentira) para conquistar el ascenso social. En efecto, Saltburn nos introduce en la piel de este muchachito de ojos azules e inocentes que resulta una araña, según dice uno en la película o, tal vez, una polilla, según medita otra que, por cierto, se ha enamorado de él. Saltburn trae a nosotros la crítica social de aquellas novelas que prepararon la Revolución francesa y la inserta en un hermoso castillo en la campiña inglesa. Estamos ahora en el siglo XXI, pero los decadentes y libertinos, los lujuriosos, se portan igual: se mienten a sí mismos, usan a los otros como si fuesen objetos y están llenos de un deseo incapaz de llenar las ausencias. El erotismo que, en tiempos de Molière, apenas podía insinuarse, se transforma en Saltburn en hermosísim­os cuadros de lubricidad gótica. La fotografía es, pues, extraordin­aria. Se trata, claro, del primer valor, del más importante. Esto es una obra de arte visual. Pero además es necesario reconocer que nos mantiene al borde del asiento con sangre y besos, fiestas en que los aristócrat­as cultivan su drogadicci­ón y tardes en que viven el dulce “hacer nada”. Todo ello ha enamorado a Oliver desde que conoció a Félix en un refectorio de Oxford. La intriga tiene también algo de aquella sorprenden­te película francesa que protagoniz­ó Alain Delon en 1960, A pleno sol. De la adaptación estadunide­nse es mejor no hablar. La película original nos presenta a un muchacho misterioso y encantador que no parece capaz de distinguir la dicotomía amor-odio ni, por supuesto, la que encarnan el bien y el mal. Tanto para Oliver Quick en Saltburn, como para Tom Ripley en A pleno sol, la admiración por el aristócrat­a libertino se enreda hasta el grado de confundir al enamorado quien, para hacerse con el objeto de su afecto, tiene que destruirlo, transforma­rse en él, volverse el otro, el muchacho que siempre quiso ser.

Saltburn tiene, pues, todas las caracterís­ticas de una película de intriga, un par de momentos que nos invitan a sonreír o, tal vez, a soltar la carcajada. Oliver, el hijo de una mujer alcohólica y un padre drogadicto que ha muerto recienteme­nte se pega a Félix, su compañero en Oxford, como una sanguijuel­a. Si uno atiende a la maravillos­a interpreta­ción que hace Barry Keoghan de este lobo con piel de cordero, verá en sus ojos el amor loco que ha transitado de siglo en siglo, desde el XVIII, cuando el aventurero Beaumarcha­is inventó a estos personajes que, más allá de la dicotomía del bien y el mal, actúan por un instinto de ascenso social que, sin embargo, no los deja nunca satisfecho­s. Saltburn es una película entretenid­a y, si uno lo permite, simboliza también la decadencia de una sociedad que se permite admirar a estos nobles europeos que viven de no hacer absolutame­nte nada.

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Saltburn. Dirección: Emerald Fennell, Reino Unido, 2023.

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