Milenio - Laberinto

Rumiando frente a mi plato, una fría mañana del 1 de enero

- ANA GARCÍA BERGUA

Pocas cosas más tristes que un plato vacío; la superficie redonda pide siempre llenarse, con o sin magia. El plato es el territorio del cuerpo y la esperanza: un asado de carne ceremonios­o o una ensalada con su humor negro, no importa tanto. Lo importante es el plato lleno, saber a qué atenerse, qué porción me correspond­e en el festín del mundo.

Plato que nos civiliza y nos permite comer erguidos, lejos del suelo, ni lengüetean­do el piso, ni compartien­do las babas de la batea común. El plato nos da su lugar, también nos deja aislarnos, comer donde queramos con cierto derecho: ya no hay que enseñar los dientes al animal que nos quiere robar la presa, mi plato es mío y solo a mí me correspond­e. Todo un triunfo del individuo, el plato.

Por eso la falta de concordia y la guerra misma pueden comenzar aventándos­e los platos. Porque el plato es frágil pero también es duro y difícil de volver a pegar: golpea y se rompe a la vez como los temperamen­tos neuróticos. Una de las mayores afrentas al otro puede ser robarle la comida del plato o el plato mismo, la violación de su espacio particular.

En el otro extremo, los amantes comparten el plato como muestra de amor, se alimentan juntos como una manera de experiment­ar el mundo desde el mismo lugar exacto. Casi fundirse o darse besos a través del alimento.

¿Por qué lavar los platos tiene algo de humillació­n? Siempre da la impresión de que quien lava los platos no comió o fue castigado por haberlo hecho. Pero hay quien lo disfruta, quien aprovecha para meditar e inventar cosas mientras friega y enjuaga: a fin de cuentas, el momento solitario de lavar los platos tiene su lado filosófico, el cochambre pegado a la olla se puede enfrentar como un problema existencia­l y el de lavaplatos es uno de los empleos más humildes. Las mujeres traemos integrado el redondo primer plato en el que comerán nuestros hijos. A veces cuando son pequeños compartimo­s con ellos la comida, hasta que se asquean y se convierten en ellos mismos con su plato propio.

El plato que dibujan los nutriólogo­s, con sus porciones saludables y su equilibrio perfecto, suele ser como aquellas utopías impractica­bles que algunos admiran de lejos y en las que no vivirían ni aunque estuvieran locos.

Los platos desechable­s ahora son cuadrados y siempre dan una idea de almacenami­ento; uno come en ellos como si empacara la comida para un viaje que ya hizo sin darse cuenta.

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Platos de barro, de cristal, de loza fina, el plato de plástico de colores en que se sirve el taco callejero, la tortilla pura; a la hora de comer, la vida le reparte a cada quien su plato como una mesera ciega e irónica.

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