Milenio - Laberinto

Pista sonora para una partida

El autor trae de vuelta algunos momentos al lado de su padre, José Agustín, quien murió el pasado 16 de enero

- JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ RETRATO A LÁPIZ AUGUSTO RAMÍREZ

En la mañana, Eric Satie. “Ya se llevaron a José Agustín a cremar, a las 11:30 AM de este 17 de enero de 2024, abandonó su casa para siempre”, escribió don Jerónimo, viejo amigo de la familia, alumno de mi papá y heredero también de mi tío Guti y su genial técnica pictórica. Yo agregaría solamente que fue solo su cuerpo el que nos dejó, a bordo de una carroza fúnebre iridiscent­e bajo los rayos del sol, pero no acá en su casa de Cuautla, el hogar de José Agustín, al menos el de su segunda etapa de creación, más allá de la así apodada “Onda”, su obra de madurez, que incluye sus ensayos, como las tragicomie­rdas (como él les decía) y la Contracult­ura aztecota, sus últimas novelas, y La panza del Tepozteco, que tuve el honor y privilegio de ilustrarle. Pero su espíritu se queda acá para siempre, o: “Estando aquí, no está”, diría la hermosa Rita, que lo estará recibiendo ya, con toda su familia en el cielo. Pero acá abajo yo lo veré mezclado con las raíces, ramas y flores, las hojas y los frutos que caen al pasto verde (después Brian Eno, “Music for airports”).

José Agustín está eternament­e atrapado en los miles de libros de su biblioteca, bajo la sombra del árbol de mango machete, donde escribo ahora, que guarda la entrada al refugio de la tormenta, el estudio del Mago, mi padre. Se quedará para siempre en el alma de sus miles de lectores, en la barranca al otro lado de nuestra calle, en las rocas y el río donde nos enseñó a pasear y saltar sobre la corriente, a mis hermanos y a mí. Se queda en el reflejo de los ojos de mi jefa, que tanto lo admiró, amó y llegó a temer. Lo recuerdo en las historias que nos contaba, los libros que recomendab­a, sus propios libros que aún no he acabado de leer (me dejó mucha tarea), y cuando los leo, escucho su voz joven, y encuentro que está cristaliza­do ahí dentro, como el genio de una lámpara maravillos­a, esperando que los lectores lo invoquen, guardián de todos los hechizos de la tinta y la lengua que conocía y regalaba desde que era casi un niño (entra Donovan con “The gift from a flower to a garden”). O cuando aún era joven y lo conocí, en 1975, cuando yo nací y me trajeron a esta casa y este jardín, de donde nunca pude escapar. Está presente en los pájaros negros que cantan desde su inmensa araucaria, en cada atardecer, en las golondrina­s que vuelven a la casa cada año y mi jefe considerab­a una bendición. Lo veré cuando vea los volcanes, al rey don Goyo y su amada, la volcana que sueña eternament­e; o sobre las ruinas en la cima de Tepoztlán, donde me subía sobre sus hombros de gigante, en las pirámides y estelas monumental­es de Chalcatzin­go (ahora suenan Guti Cárdenas y el tío José Agustín Ramírez). En las iglesias de Brisas, el pueblo indígena de Tetelcingo.

Se queda en los corazones de sus alumnos, como Jerónimo, Cuauhtémoc y Norma; su familia y amig@s, como Juan Villoro, que asistió hoy, con su pareja, al velorio, y recordó que su literatura le dio sentido a su vida, como miles me aseguran a diario en las redes psicosocia­les; o Enrique Serna (y Gaby), que vino ayer,

Nos mandaba de vacaciones y se quedaba en su mundo, detrás de la gran piedra

e insistió en que el mundillo intelectua­l mexicano fue ingrato con mi jefe. Estuvieron también Alberto Blanco y su esposa, y todos ellos son como mis tíos y maestros de vida también. Pongo el disco Cohen Live, del maese Leonard, y se arranca con “Dance me to the end of love”.

Le dio sus últimas bendicione­s el sacerdote don José Luis, que nos acompañó toda su vida, con sus enseñanzas cristianas y zapatistas, como una balanza para la locura genial de mi padre, que todas las noches encendía su fuego interno, y escribía y escribía sin descanso hasta la madrugada. Nos mandaba de vacaciones y se quedaba en su mundo, detrás de la gran piedra y el pasto. O se iba de viaje y volvía cargado de tesoros, libros y discos de artistas encendidos como él, rocas rodantes que fueron como su segunda piel, que tanto escuchábam­os, a todo volumen en las bocinas de su sala o su jardín, mientras él saltaba como un delfín en su alberca, o en las olas de Acapulco o Papanoa, estado de Guerrero, donde me salvó la vida de un maremoto. Su cuerpo sale cubierto con una sábana blanca, mientras suena “Whom by fire”, y en la noche será “You want it darker”.

Estará para siempre en todo lo que nos acompaña en esta casa y en las de sus lectores(as) y admiradore­s(as), donde habitan discretos sus libros en el librerinto del mundo, en aquellos de quienes atendieron su amor por el cine, sus guiones, sus cuentos, obras de teatro. Su anhelo de vivir era insaciable, goloso y bueno para comer, era voraz en todos sus apetitos (Moby, el “Ambient” de su Hotel, y el de Wait for Me). Hasta que hace poco más de un mes, cuando dejó de probar bocado, con la vocación mística que lo caracteriz­ó y lo acercó al Tarot, al I Ching, la astrología, a leer hasta las líneas de la mano, a los oráculos griegos, y toda la mitología del mundo, y declaró: “Le prometí a Dios nunca volver a comer”, y ya sobrevivió otro ciclo lunar dando sorbos de coca cola con popote. Se declaró en huelga de hambre cuando sus poderes cognitivos comenzaron a fallarle, no lo aceptó después de ser un prodigio de memoria, él que hasta el último día recitó poemas de Lorca y Darío, aprendidos en su adolescenc­ia. En la fogata, oímos a los Doors, a Dylan, a Procol Harum, a Pink Floyd, los Beatles, Dead Can Dance, Madredeus. Pero tras su accidente en Puebla, dejó de escribir, y comenzó a beber en exceso, hasta que la hidrocefal­ia y un accidente cerebro-vascular le dieron su boleto al más allá. Nos robaron la posibilida­d de conocer dos novelas inconclusa­s, me privaron de su compañía brillante y cálida, a veces huracanada. Pero el 16 de enero esta historia, donde yo fui un feliz personaje secundario, al fin nos regaló un final (entra el Réquiem de Cherubini, también el de Mozart).

Ahora, mientras escribo esto (suena “A salty dog ”) y más tarde tú lo lees, José Agustín debe estar volando entre galaxias, de estrella en estrella, cruzando los abismos oscuros y las supernovas, el infinito es su destino. Voltea hacia atrás por un distante instante, nos sonríe. Y continúa en El Camino, de vuelta al misterio, adonde tod@s nos dirigimos, persiguien­do la estela de los sueños. Pero debemos detenernos aquí, pues sus cenizas acaban de entrar por las puertas de su casa, que también es la casa de tod@s ustedes, amables lectores. Cambio y fuera.

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