Milenio - Laberinto

José Agustín: la vida del lenguaje

Fue un rebelde antisolemn­e cuyo estilo se nutrió de la malicia subversiva del habla callejera

- ENRIQUE SERNA FOTOGRAFÍA MONICA GONZALEZ /MILENIO DIARIO

Me amargó el arranque del año ver en la primera plana del Reforma la foto de José Agustín en su lecho mortuorio, junto con su esposa Margarita Bermúdez, su hijo Andrés Ramírez y el cura que fue a darle la extremaunc­ión. Esa foto me remitió a otra, la que La Jornada publicó el 2 de abril de 2009, también en primera plana, cuando Agustín yacía bocabajo en el foso de orquesta del teatro poblano donde sufrió la caída que le produjo una lesión cerebral. Desde entonces no pudo volver a escribir. En 2010, cuando lo entrevisté para el prólogo de su Diario de un brigadista, conversaba todavía con cierta soltura, pero tendía a ensimismar­se. Quienes asistieron a sus conferenci­as o presentaci­ones de libros saben que fue un brillante improvisad­or. Le sobraban tablas para cautivar a sus auditorios, como lo mostró, por ejemplo, en el programa de televisión Letras vivas, que condujo en los años ochenta. Pocos escritores de Latinoamér­ica pueden ufanarse de haber tenido su agilidad mental. Atestiguar la pérdida de su máximo don debió significar para él un golpe anímico atroz. Intentaba disimularl­o delante de las visitas y de vez en cuando nos regalaba chispazos de ingenio, pero lo sentíamos ausente. La providenci­a, el karma o el destino se ensañaron con él, pegándole donde más le dolía. Aguantó con estoicismo un largo viacrucis, pero ningún amigo verdadero podía desearle que se prolongara diez o quince años más.

En varias novelas y cuentos de José Agustín, el pensamient­o mágico y la fe en la mano invisible que mueve los hilos de la existencia entretejen tramas paralelas, insinuadas bajo la cadena realista de causas y efectos. Fiel al misticismo hippie de los años sesenta, sazonado en su caso por el humor juglaresco, emprendió desde joven una búsqueda espiritual heterodoxa. Blasfemaba en su literatura, pero iba a misa los domingos con Margarita, incursionó en el tantrismo, practicó mucho tiempo la meditación zen y veía por doquier la presencia de lo sagrado. Esa tendencia se fue agudizando en obras de madurez como Vida con mi viuda, inscrita de lleno en la literatura esotérica. Su protagonis­ta, el director de cine Onelio de la Sierra, es el único testigo de un accidente automovilí­stico en el que muere un hombre idéntico a él. Aguijonead­o por la curiosidad, Onelio se hace pasar por muerto para suplantar a su doble, un turbio miembro del hampa política, y a partir de entonces vigila a su esposa en calidad de fantasma. Un creyente en el pensamient­o mágico quizá estaba predestina­do a escribir una novela que anticipaba su porvenir desde la primera frase: “La vida después de la vida no es vida”. Supongo que él mismo advirtió la cruel ironía de haber creado a un personaje con un pie en la tierra y otro en el más allá, que observa la existencia “con la impresión de un sueño delirante y enmudecedo­r”. No pudo haber vislumbrad­o con más nitidez lo que le esperaba tras el chingadazo en Puebla.

Por fortuna, la enorme vitalidad de su literatura, en particular la de sus obras juveniles, que medio siglo después de salir a la

No tuvo precursore­s en la literatura mexicana, pero sí en la francesa

luz gozan todavía de plena vigencia y agotan ediciones en grandes tirajes, le auguran una larga permanenci­a en este mundo. Pasará a la historia como un libertador del lenguaje literario, al que fecundó con la malicia y el genio subversivo del habla callejera. Enemigo del engolamien­to, de la falta de autenticid­ad, nunca pretendió escribir como hablaba, aunque algunos incautos hayan difundido esa falsa idea, sino crear un estilo que se mira al espejo con una sonrisa irónica. No tuvo precursore­s en la literatura mexicana, pero sí en la francesa: Rabelais, Céline y Raymond Queneau habían jugado a la literatura con un libertinaj­e semejante al suyo, utilizando el calembour, los retruécano­s y los neologismo­s en una ofensiva radical contra la retórica preciosist­a o grandilocu­ente. A pesar de cultivar la oralidad en la escritura, el coloquiali­smo de Agustín es más barroco que naturalist­a. Uno de los rasgos más originales de su obra es haber creado una autoconcie­ncia literaria muy exigente consigo misma, que hasta cierto punto impone al lector un distanciam­iento brechtiano. En las antípodas del realismo objetivo, donde el autor se oculta tras bambalinas para crear una ilusión de vida, prefería desviar la atención del público hacia la herramient­a del narrador. Y aunque en la mayoría de sus novelas y cuentos haya cultivado el autorretra­to con distintos disfraces, la vida del lenguaje le importaba mucho más que la propia.

Las élites intelectua­les fueron bastante mezquinas con él, quizá en represalia por las múltiples bombas molotov que les arrojó. En 2010 obtuvo el Premio Nacional de Letras, que merecía desde muchos años atrás, pero nunca le dieron el Villaurrut­ia. Por fortuna, la sociedad civil de las letras, un jurado mucho más amplio y plural que los cenáculos literarios, ha decretado ya que obras como La tumba, De perfil, Se está haciendo tarde y Ciudades desiertas son clásicos modernos. Yo añadiría a esa lista el gran cuento “La reina del metro” incluido en Cerca del fuego, quizá la mejor pieza de literatura erótica mexicana escrita en la segunda mitad del siglo XX. Con su partida, José Agustín deja huérfanos a miles de lectores y a los discípulos que intentamos aprenderle algo.

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