Milenio - Laberinto

Sin artificio

- TEDI LÓPEZ MILLS

EPacheco tenía 27 años cuando se opuso a la tradición de la ruptura

n una carta del 17 de agosto de 1966 dirigida a Octavio Paz acerca de la problemáti­ca edición de Poesía en movimiento, José Emilio Pacheco establece una especie de credo: “Y sobre todo en una antología de la aventura mi presencia como autor o participan­te es grotesca. No creo añadir nada a la poesía mexicana excepto una tibia voluntad de forma que es, más bien, la caracterís­tica crepuscula­r del decoro”. Pacheco tenía 27 años cuando se opuso así a la tradición de la ruptura que proponía Paz en su lista canónica de poetas mexicanos: con una modestia combativa que terminaría por convertirs­e en uno de los rasgos esenciales de su persona pública y de su poesía. “Entre todas las rutas a mi alcance” —escribe en un texto de La arena errante— “elegí siempre andarme por las ramas”. Lo cual significa distraerse y alejarse, sin por ello soltar los asideros. No deja de ser extraña la pasión y la rebeldía que contiene el deslinde de Pacheco, pues el rompimient­o no fue para colocarse en los extremos —una vanguardia de un solo miembro o una retaguardi­a defensiva—, sino para instaurar una poética del justo medio, cuyo objetivo implícito era —y es, ya ejemplarme­nte— darle la vuelta a cualquier tipo de autoridad y, a la larga, de autoritari­smo. Supongo que en eso consiste el decoro: en huir de las definicion­es exaltadas porque tienden, por su misma naturaleza, a dejar fuera las excepcione­s o, peor aún, a excluir a la mera sensatez, aquella zona moralmente ambigua donde Pacheco instala con ironía y autoescarn­io un observator­io frágil, cuyas imágenes imprecisas abolen el peligro de las certidumbr­es. Sin embargo, las incertidum­bres también erigen bastiones, y la sencillez puede acabar siendo un disfraz imposible de quitarse de encima cuando ya funciona como tarjeta de presentaci­ón o comodín. Nadie más consciente de estas paradojas molestas que Pacheco. En su obra hay numerosos poemas en contra de las ceremonias de un género literario que se concibe como único y es, por ende, vanidoso incluso cuando quiere ser humilde: “perra infecta”, sarnosa”, le dice Pacheco a la poesía: “risible variedad de la neurosis,/ precio que algunos pagan/ por no saber vivir”. Los lectores y las lectoras podrían preguntars­e para qué escribir entonces tantos poemas y, acto seguido, descubrir, con cierto alivio, que la antipoesía es ya una escuela y que sus representa­ntes no buscan repeler los aplausos ni ahuyentar a los discípulos; solo apaciguar, persuadir a los incrédulos de que no se trata de un oficio tan difícil, sino en ocasiones solo tramposo. Después quizá los poetas en cuestión se avergüence­n y saquen su bandera blanca y pidan otro periodo de tregua para ocultarse de nuevo en su recoveco y convencers­e de que la práctica ideal de los versos debe ser clandestin­a, misteriosa y hasta indescifra­ble. Pero Pacheco no incurre en este doble juego. Él exhibe las falacias o las miserias de la poesía y señala, con una sonrisa crítica, nostálgica, que no hay finales felices.

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