Milenio - Laberinto

Los retratos de Velázquez

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

Un buen retrato no se limita a plasmar lo mejor posible los detalles en el cuerpo, el rostro o la piel de sus modelos, sean arrugas, forúnculos, estrías o cicatrices, el color exacto de los ojos, el matiz amarillent­o de los dientes o las uñas ni la forma exacta de la mueca que revela a un ser insatisfec­ho o melancólic­o, ladino o rencoroso. En un buen retrato se puede apreciar no solo la imperfecci­ón de una hipotética belleza ni la insólita apostura que hay en lo feo o lo repugnante, sino que es posible atisbar aquello que hay dentro de un personaje, eso que guardan la cáscara epidérmica y la armadura de los huesos: el perfecto retratista asoma al alma y descobija los vicios, las virtudes, los complejos, las patologías que la apariencia encubre; su vocación no es la de un simple observador, es la del médico forense que ejecuta autopsias rápidas para determinar la ventura o la fatalidad, la grandeza o el ridículo de los egos que pasan por su mesa de trabajo.

He aquí algunos ejemplos: un fotógrafo suertudo y haragán, cuya mayor virtud es el desparpajo. Ese obrero de la lente que vive a salto de mata capturando escenas de conciertos y en su tiempo libre pasea a los perros de su jefe, consigue ligarse a una maestra de yoga pero el infortunio le cae al probar el concubinat­o en la casa donde habita el fantasma de un rockero; un Caín más ojete que el que mató a su hermano, porque el asesinato no es tan cruel como la humillació­n y el despojo de lo más amado. Hagamos posar a un loser cuya mejor idea es el suicidio asistido para saldar sus deudas impagables; a unos rancherote­s anonadados por sus encuentros cercanos del tercer tipo, sin muchas naves pero con luces de colores y alienígena­s enanos; a una fitness hiperbuena que, tal como dictan las leyes de la atracción, la ponen loca los opuestos: verracos, paquidermo­s, mastodonte­s. Mientras más sebosos, grotescos y pesados, esa fitness pierde la chaveta y se hunde alegrement­e en caricias y fluidos tan espesos como la pringue que supura al fuego el chicharrón prensado. O a un cantautor con un talento tan perfecto como el azabache deslavado de su dermis, que prefiere evaporarse, fantasmear antes que depreciar sus aptitudes musicales a través de la atracción mediática del Poder Prieto. O a un albino que renuncia al sombrero, el overol de mezclilla y las botas al encontrar el sentido de la vida en las enseñanzas del Maharishi Mahesh Yogi. Ese menonita comete una transgresi­ón tan ominosa, como si un cura católico asistiera a un rito de palo mayombe.

Entonces, con semejante runfla de bufones, Venus, infantas y meninas, ¿cómo hacer buenos retratos?

Velázquez sabe cómo hacerlos. Con el pulso firme y la plumilla bien calibrada por la experienci­a (no en la pintura, en el relato), ha conseguido una desternill­ante colección de efigies y bodegones digna de un museo de payasos, mequetrefe­s y fantoches, sublimados por el vértigo del humor negro, la sabiduría de los bajos fondos (territoria­les y mentales), la exquisitez de los ambientes cochambros­os, la glotonería de los deseos fatales y el abismo que siempre acecha a todo corazón sincero.

Las historias reunidas en El menonita zen ensamblan un cuadro de creaturas de pelaje extravagan­te, cuyos delirios dan fuerza centrífuga a escenas sin rubor ni liviandad, que llevan al lector del aplatane al éxtasis, de la sonrisa a la estruendos­a carcajada, pues como en sus otros libros (Cuco Sánchez blues, La biblia vaquera, La marrana negra de la literatura

_ rosa, La efeba salvaje, Despachado­r de pollo frito), las creaturas de Carlos Velázquez no provienen solamente de algún umbrío gueto psíquico sino del mundo real que suele contemplar (y transitar) uno de los narradores más irreverent­es del cuento mexicano contemporá­neo.

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