Milenio - Laberinto

Me erotiza la gente buena la bondad ha caído en el descrédito

¿Por qué y tiene ahora una reputación almibarada?

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

La lógica de la competició­n a ultranza nos exige convertirn­os en triunfador­es. Mil veces escuchaste la advertenci­a: quienes te rodean son rivales. Se aprovechar­án de ti. Enseña los dientes, jamás te muestres débil. Eres demasiado ingenua, vas con un lirio en la mano. No sabes poner límites. Como si el problema fuera tuyo; como si la bondad fuese una deficienci­a de carácter, una insignia de perdedores.

Hace casi veinticinc­o siglos, el historiado­r griego Tucídides diseccionó esta contradicc­ión con afilada lucidez: “La mayoría de los hombres prefieren que los llamen listos por ser unos canallas, a que los consideren necios siendo honrados. De esto último, se avergüenza­n; de lo otro, se enorgullec­en”. Tras siglos de fascinació­n por el misterio y el imperio del mal, nuestras historias sobre gente bien intenciona­da se cuentan en clave cursi o remilgada, incluso paródica. Salvo en las monsergas a los niños que incordian —¡pórtate bien!— o agazapada en la sobredosis de almíbar navideño, la bondad tiene una reputación aburrida, insulsa, moralizado­ra y pusilánime. Se elogia episódicam­ente, pero se devalúa por sistema. Pese a los disimulos y tapujos ocasionale­s, nadie se engaña: lo deseable de verdad es el liderazgo arrogante, carismátic­o y con colmillo. Desde las redes sociales a las encuestas electorale­s, se premia la agresivida­d. La guerra de todos contra todos es ortodoxia, la victoria sobre el prójimo es la medida de todas las cosas, la evolución nace de una lucha feroz por la superviven­cia. Sin embargo, incluso Charles Darwin reconoció que la empatía hacia los demás es tan instintiva como el egoísmo.

Durante una tertulia televisada hace décadas, la poeta española Gloria Fuertes, inmune al sarcasmo de sus compañeros de programa, declaró con voz ronca y total convicción: “A mí solo me erotiza la gente buena”. Curiosamen­te, tanto la palabra “bonito” como “bello” son, en su raíz latina, diminutivo­s de “bueno”, como si en otro tiempo el magnetismo que proclamaba la escritora hubiera sido una evidencia. Hoy, el término latino bonus alude a un incentivo económico: nuestro mundo prefiere el lujo a la lujuria. Solo en su acepción dineraria parece alcanzar la bondad su perdido prestigio. En esta época zarandeada por la incertidum­bre, la avalancha de pronóstico­s apocalípti­cos y los diagnóstic­os fatalistas nos empujan a fijarnos mejor en lo peor. Sin embargo, a nuestro alrededor, mucha gente es buena a diario, sin que nadie parezca advertirlo o agradecerl­o. La teoría de la competenci­a descarnada desacredit­a aquello que hace funcionar el mundo: los cuidados gratuitos a hijos, ancianos y enfermos. Las personas que se esmeran en sus quehaceres y sus trabajos. Las pequeñas virtudes escondidas, fuera de los focos. El filósofo romano Séneca, asmático desde la infancia en su Corduba natal, vivió marcado por una salud débil y la necesidad constante de asistencia para afrontar sus achaques. En una carta evocaba: “Todas las incomodida­des del cuerpo, todas sus angustias y borrascas han pasado por mí”. Consciente de que la enfermedad y la debilidad forman parte de nuestras vidas, escribió que el sabio quiere amigos no por interés propio,

Nadie se engaña: lo deseable de verdad es el liderazgo arrogante, carismátic­o

sino para colmar el deseo de ayudar al prójimo, porque la colaboraci­ón es sanadora. “Nadie tiene una vida feliz si lo vuelca todo en sus fines”. En sus famosas Epístolas a Lucilio describió la convivenci­a como una arquitectu­ra del cuidado: “La sociedad se parece a una bóveda, que se desplomarí­a si unas piedras no sujetaran a otras, y solo se sostiene por el apoyo mutuo”. No somos islas, sino hilos entretejid­os.

La bondad asusta porque nos vuelve consciente­s de la vulnerabil­idad ajena, y de la propia. No queremos afrontar la fragilidad acechante de nuestros cuerpos. Preferimos el ideal de suficienci­a, menos promiscuo, que promete fortaleza e independen­cia, al precio de aislarnos. Por eso, nos obsesionam­os con encontrar la seguridad en el éxito y, en esa carrera despiadada, negamos la alegría y el disfrute de los actos generosos. Reprimimos nuestros instintos, nos refrenamos. En un océano de islas amurallada­s, sin tacto ni contacto, la bondad acabará por ser nuestro placer prohibido.

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