La dimensión humana
En La figura del mundo, Juan Villoro traza un retrato íntegro de su padre, el filósofo Luis Villoro
Juan Villoro tardaría diez años en escribir La figura del mundo, emotiva y brillante biografía de su padre, Luis Villoro Toranzo, que sucede al mismo tiempo en que transcurren los años de formación y madurez del autor. En el prólogo, Juan Villoro afirma que “este no es un libro sobre un filósofo, sino sobre un padre que desempeñó ese oficio”. A esas palabras yo añadiría que ese libro trata también, y muy principalmente, de la historia de un hijo que desempeña el oficio de escritor.
En La figura del mundo, Juan Villoro despliega su talento como cuentista, cronista, humorista, aforista, memorioso, historiador, novelista, ensayista y hasta escritor de guiones de teatro y cine. En las últimas páginas aparece un epílogo que bien podría pasar por un profundo y divertido guion de teatro a la manera de Strindberg o Harold Pinter, donde la trama gira en torno a un escritor que está por terminar la biografía de su padre muerto y va a casa de su madre para indagar si ella —brillante psicoanalista octogenaria, divorciada al poco tiempo de casada— amó alguna vez a ese hombre que le llevaba once años. La duda del escritor resulta más que pertinente, ya que no recuerda haberlos visto “compartir un guiño cómplice, tomarse de la mano o hacerse una caricia”, además de que en una ocasión su madre le contó que había tenido “escaso trato íntimo con su padre y que él prefería desahogar sus pasiones con alumnas que integraron un séquito cada vez más amplio”. La conversación entre la madre y el hijo oscila sobre cómo y dónde se conocieron los padres, cuáles eran los anhelos de ella respecto al matrimonio, de qué manera vivió sus primeros años de casada y cuándo y por qué decidió que se divorciaría, todo eso interrumpido por los reclamos del perro yorki de la madre, Chiquilín, para que ella lo saque a pasear, le dé de comer o desocupe un sillón donde suele echarse a tomar la siesta. A lo largo de esta obra teatral en un acto la madre responderá con
valiente arrojo a las cada vez más afiladas preguntas de su hijo, quien irá descubriendo que, “aunque pensaba que había escrito sobre su padre, en realidad la imagen que tenía sobre él era obra de la madre, que durante medio siglo le había dicho cosas que lo ayudaban a quererlo”. Ante la ambigüedad de la madre para reconocer o negar que amó al que fue su marido, el hijo le hace notar que vive rodeada de talismanes de su papá: “Un cartel con su foto y, en una repisa, búhos que le habían pertenecido, dos veladoras, más fotografías. ¡Tienes un altar para él!”, exclama en tono triunfal frente a lo que parece una evidencia incontestable. La madre responde tranquilamente: “Este altar es para mi amigo el viejito, no para la persona con la que me casé”. Al final, nunca sabremos si para evitar desengañar a su hijo o porque en verdad amó al hombre que fue su marido, la madre deja de negar que puede ser que lo haya amado, y el hijo se va convencido de que, desde lo más profundo de su corazón, “su madre decidió amar a su padre a su manera”.
Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona en 1922, hijo de una hacendada mexicana y un médico catalán que murió cuando estaba por comenzar la Guerra Civil española. Esta situación llevará a la madre a enviar a sus tres hijos a Bélgica, donde inscribió a María Luisa en un internado para mujeres, y a Miguel y a Luis, el más pequeño de los tres, en el internado jesuita de Saint-Paul. En ese ambiente monacal, además de recibir una educación elitista, Luis amaría la soledad, aprendería a pensar por cuenta propia y absorbería los principios que lo llevaron a transformarse en un intelectual comprometido con las causas de los derrotados.
Pocos años después, y tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la madre optó por traer a sus hijos a México, país donde heredaría haciendas pulqueras en el desierto de San Luis Potosí. Como consecuencia, Luis Villoro y sus hermanos se vieron abducidos por la atmósfera propicia al silencio, el estudio y la reflexión que les proveían sus internados belgas, y crecerían en un país tumultuoso, incomprensible e ignorante.
Cuando Luis visitó por primera vez la hacienda mezcalera de Cerro Prieto, propiedad de su madre, entró
Su filiación con el zapatismo lo llevó a buscar al subcomandante Marcos
en contacto directo con la pobreza y la injusticia sobre la que teorizaban sus maestros jesuitas. Así ocurrió el momento epifánico que marcó su quehacer como pensador a favor de los marginados. A su llegada a la hacienda, nos cuenta su hijo Juan, “los peones se formaron para darle la bienvenida y le besaron la mano. Fue el momento más oprobioso de su vida. Ancianos con las manos rotas por el sol y el esfuerzo, con los pies que se confundían con terrones de tierra, le dijeron patroncito”.
Luis Villoro estudió Filosofía en la UNAM, donde se identificaría con las ideas de Bernardino de Sahagún, de Tata Vasco y de Fray Bartolomé de las Casas. Fue discípulo distinguido de José Gaos y se convertiría en profesor de Filosofía e investigador en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, escribió libros y artículos filosóficos en apoyo a sus convicciones, formó parte del movimiento de 1968 y asesoró a los partidos y líderes de izquierda que luchaban por acceder al poder por vías democráticas.
Cuando surgió el EZLN, los zapatistas se convertirían para él en los mismos indios que trabajaban en la hacienda de San Luis Potosí. Su filiación con el zapatismo lo llevó a buscar al subcomandante Marcos para, a decir del ahora subcomandante Galeano, “hacerse zapatista”. No resulta extraña la afinidad entre los principios humanistas y las preocupaciones esenciales de Luis Villoro y el subcomandante Galeano. Ambos estudiaron con jesuitas en edades críticas para su formación: Luis Villoro en el instituto de Saint-Paul y el subcomandante Galeano en el Instituto Cultural de Tampico. Al concluir sus estudios preparatorios, ambos estudiaron Filosofía en la UNAM y se convirtieron en profesores en la Universidad Autónoma Metropolitana. Escribe Juan Villoro refiriéndose a su padre: “La causa se convirtió en una razón para la vida. Marcos, que tenía mi edad, era simultáneamente su hijo posible y su maestro, consecuencia lógica de una revuelta capaz de demostrar que no hay nada más futurista que el origen”.
Al inicio de La figura del mundo, Juan Villoro nos confiesa que en la primera infancia “admiraba a su padre como se admira un peñasco”. El duro trabajo de escritor en este libro consiste en develar pacientemente ante nuestros ojos las múltiples capas que cubrían a su padre, hasta dar por fin con su dimensión humana. El tamaño justo que terminará conmoviéndonos como lectores de manera entrañable.