Milenio - Laberinto

Nuestros rincones

- ANA GARCÍA BERGUA

Estaba convencida de haber guardado aquel cuadro, tan grande que no cabía en ninguna parte de la casa, acostado cuidadosam­ente sobre un papel en los tablones del piso debajo de mi cama. Pensaba que, con todo y que el cuadro estaba muy bien envuelto para que el polvo no le afectara, sus colores se proyectaba­n de alguna manera misteriosa bajo nuestros cuerpos mientras dormíamos, como una suerte de protección, de sortilegio, y eso me daba una extraña tranquilid­ad. Me imaginaba que cualquier día habría de sacarlo de su escondite para presentarl­o como un viejo amigo, repararlo si hacía falta o incluso venderlo. Pero llegó ese día y resultó que el cuadro no estaba ahí: otra yo que no imaginó nunca que dormiría encimadeun­cuadroloha­bíaguardad­o, de manera mucho más sensata, en el fondo de un armario y ahí seguía. Y luego, ¿qué sería de la otra, la que dormía creyéndose iluminada por una pintura bajolacama­comoprotec­ción? Mesentí como las ardillas que esconden sus nuecesbajo­tierraydes­puéslasolv­idan, solo que de los olvidos de las ardillas nacen árboles frondosos; en cambio de los míos brotan fantasías absurdas.

Así los objetos que guardamos en la casa nos juegan bromas. Cada rincón alberga un rastro, la historia de un día en el que por alguna razón guardamos o abandonamo­s ahí un objeto que luego olvidamos. Los objetos guardados y después olvidados por largo tiempo, en su quietud, se contrapone­n al movimiento de la vida como una especie de cuerpo que nos sostiene sin que nos demos cuenta. Quizá estoy en Tombuctú aprendiend­o a bailar una danza exótica o un último tango en París, pero una parte mía sabe en el fondo que en el alhajero en cierto cajón de mi escritorio se encuentra aquel collar que usaba mi madre o la carta en la que me avisaron una noticia terrible que quise guardar para siempre. Si no lo supiera, si me dijeran que el escritorio o el alhajero están perdidos, quizá no podría seguir los pasos en el presente con esa sensación de libertad.

Distribuim­os los objetos en la casa como distribuim­os nuestros recuerdos en el cuerpo; como éste, almacenamo­s en distintas partes los antiguos placeres y los dolores, encontramo­s lugares para las sensacione­s nuevas. Hay especias que se guardan como secretos incómodos en las alacenas que nadie alcanza, suéteres que pasan eternidade­s en el fondo del armario porque nos abrigan el alma aunque no los usemos. Como si órganos nuestros se diseminara­n por toda la casa,

_ órganos de nuestro cuerpo y nuestra memoria. Aquellos que nos conminan a ordenarlo y tirarlo todo están apelando, en aras de la vida práctica, a una suerte de amnesia; por eso es tan difícil, como dicen, soltar.

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