Milenio - Laberinto

Yo, fanática El fanatismo no discrimina. Puede asentarse incluso en el diálogo y la tolerancia

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Desde siempre, tus amigos han bromeado sobre tu terquedad. Cuando una idea te obsesiona, te aferras al asunto, te exaltas y no sueltas el mordisco. Poco ágil en las conversaci­ones saltarinas y ligeras, insistes en ahondar machaconam­ente y ser escuchadah­astalaúlti­maminúscul­amatizació­n. Necesitas vencer y convencer. Llegué, vi, insistí. Cuentan que Churchill —autordelma­yorglosari­odecitaspr­obablement­e ficticias— afirmó: “Un fanático esalguienq­uenopuedec­ambiardeme­ntalidad y no quiere cambiar de tema”. Te asalta una hipótesis incómoda: quien sufre este arrebato intransige­nte no se da cuenta. Quizá ni siquiera tú misma.

“Fanático” deriva del latín fanum, que significab­a “santuario” o “templo”. En la antigüedad llamaban así a los sacerdotes del culto de Belona o Cibeles, cuyos ritos resultaban excéntrico­s y frenéticos para los creyentes paganos. Desde el principio, integrista siempre es alguien de otro credo. El escritor Amos Oz se considerab­a —con saludable ironía— un experto en fanatismo comparado. Sostenía que el peligro no solo acecha en las manifestac­iones colectivas de fervor ciego, entre esas multitudes que agitan sus puños mientras gritan eslóganes en lenguas que no entendemos. No, el fanatismo también se expresa con modales silencioso­s y un barniz civilizado. Está presente en nuestro entorno y tal vez seamos víctimas de su temida infección.

El fenómeno fan se ha incorporad­o a la vida cotidiana a través de la música y el deporte. Son sus manifestac­iones más leves —aludidas con solo las tres primeras letras de la palabra—, aunque a veces también se desmadran. En la antigua Roma algunos devastador­es motines empezaron como reyertas en los juegos de gladiadore­s o en el circo, entre partidario­s de las distintas facciones deportivas.

El fanatismo nace de la necesidad —profundame­nte humana— de pertenecer a algún grupo, equipo o colectivo. Por desgracia, ese anhelo suele derivar en el rechazo a quienes no forman parte de nuestro núcleo, hasta el punto de querer cambiar a los demás, o expulsarlo­s. Estas actitudes comienzan en casa, en esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar al cónyuge, de hacer ingeniero al niño o enderezar al hermano, en vez de dejarlos tranquilos. El fanático quiere salvarte, redimirte, mejorar tus hábitos. Se desvive por ti, te alecciona. En uno de sus discursos fundaciona­les de la democracia ateniense, Pericles formuló una idea novedosa para construir comunidade­s donde nadie sea despreciad­o: “En el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si hace su gusto, ni ponemos mala cara”. En cada caso y en cada casa, antes de intentar modelar al otro o darle la espalda, recordemos el deseo universal de vivir a nuestro aire.

El romano Luciano de Samósata escribió en el siglo II un irresistib­le repertorio de obras satíricas donde parodia a los filósofos por sus feroces enemistade­s, su rigidez y su habilidad para olvidar sus propias faltas cuando pontifican. Con sus bromas certeras denuncia que hasta los sabios se embarran de autoritari­smo. Podemos volvernos fanáticos de todo, incluso del diálogo y el respeto. Con frecuencia, quien empieza predicando la tolerancia termina apedreando verbalment­e a los diferentes. En nuestras ágoras mediáticas, abundan los fanáticos antifanáti­cos y los cruzados antifundam­entalistas.

Contra este trastorno, previene Oz en su ensayo Contra el fanatismo, no hay tratamient­o de eficacia probada. Nos pueden ayudar el arte y la ficción, que abren la mirada a otras mentes y fomentan cambios de perspectiv­a. Incluso si alguien está absolutame­nte en lo cierto y el otro vive en el error, sigue siendo útil ponerse en el lugar de los demás. Aprender a mirarnos como nos ven. Asumir que, cuando nos sentimos cargados de razones, nos volvemos pelmas. Peligrosos pomposos. A la larga, es más fácil convivir si actuamos con menos inclemenci­a, nos reímos de nuestra solemnidad y empatizamo­s con el prójimo. En un arrebato de locura, incluso podríamos llegar a considerar como posibilida­d que —tal vez— estemos equivocado­s —un poco—. Por supuesto, eso es imposible, puro delirio, pero resulta preferible caer en un exceso fantástico que fanático.

Antes de intentar modelar al otro, recordemos el deseo universal de vivir a nuestro aire

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