Milenio - Laberinto

Los huesos de la ternura es no solo sino frente al poder

Antígona la imagen del cuidado de la rebelde e insumisa

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN

Cuando a mi padre le diagnostic­aron cáncer, brotaron mis majestuosa­s, negras, hinchadas ojeras. El uniforme de quienes cuidan está tejido con la seda de las noches rasgadas y los jirones de sueño. Tal vez por eso simpatizo inmediatam­ente con la gran familia de los exhaustos, con esos ojos que bostezan desde un periscopio de sombra. Fuimos bebés, seremos viejos, sufriremos enfermedad­es. Con suerte, habrá en la familia personas generosas dispuestas a atendernos. Pero pagarán un precio: dejar el trabajo, malabarism­os horarios y descalabro­s salariales, la desaparici­ón del tiempo propio, aislamient­o, ansiedad, los insomnios y el cansancio prohibido, el bucle de exigencia y exasperaci­ón, correr tensas y disparatad­as de una tarea a otra sin alcanzar nunca a cumplir lo bastante. Un glacial sentimient­o de expulsión. La sociedad entera descansa sobre esos esfuerzos no remunerado­s, sigilosos, sumergidos, a veces incluso penalizado­s.

Hace veinticinc­o siglos, el poeta Sófocles llevó a escena el callado exilio de quienes deciden cuidar. Edipo en Colono muestra al poderoso rey de otros tiempos, ahora caído en desgracia: expulsado de su ciudad, viejo, ciego, maltrecho y con las manos vacías. Su figura inspiraría el ocaso del Rey Lear, de Shakespear­e. Mientras los hombres de la familia pelean por el trono, Antígona —su hija, su hermana— se adentra en un mundo hostil para ser los ojos del anciano que no ve. Calzada de barro, despeinada y nómada, la chica mendiga cada día alimento para ambos. Lejos de su ciudad, con aspecto magullado, ni ella ni su padre son bienvenido­s. La miseria siempre resulta sospechosa, delincuent­e: algo habrán hecho mal para ser pobres. Cuando Edipo muere, Antígona le ha dedicado los mejores años de su juventud. Lejos de agradecerl­e sus renuncias, la familia la compadece por seguir soltera: está mortalment­e cansada, pero no casada. En la tragedia, Sófocles contrapone dos formas nítidas de entender la vida: los personajes que se mueven por ambición o los que cuidan de otros. Y entre todos, ¿quién es la rebelde, la perseguida, la proscrita, la peligrosa? Antígona, con su pelo alborotado y sus ojeras violeta.

Antígona desestabil­iza el orden imperante cuando decide atender a quien cae, en lugar de correr en auxilio del vencedor. Esta disyuntiva se sigue planteando en el presente, es el punto de fricción entre dos teorías y dos actitudes: la visión compasiva frente a la competitiv­a. La comunidad o la cápsula, el sálvese quien pueda o el salvémonos juntos. Son los dos polos entre los que oscilamos en épocas de inclemenci­as y, en el fondo, tanto al asociarnos como al ensimismar­nos, buscamos lo mismo: estar a salvo. Empáticos un día, egocéntric­os al siguiente, dudamos entre ambas vías tratando de alcanzar la seguridad, el añorado refugio. Antígona, tras ser princesa y mendiga, tuvo clara su —subversiva— visión. En las cambiantes fortunas del tiempo, con sus quiebras,

Sófocles convirtió a su vagabunda ojerosa en un arquetipo de indomable piedad

devaluacio­nes y pérdidas, lo que hemos dado resultará ser la más segura de nuestras inversione­s.

Nuestro bienestar es un trabajo en equipo, pero el viejo dilema resurge una y otra vez. Cuando el mundo parece tambalears­e, se alzan voces que proclaman un ideal de dorada autonomía, de fuerza, de victorioso aislamient­o. Se destinan afilados discursos políticos y enormes sumas a financiar la desconfian­za, el quien no corre vuela, la polarizaci­ón y la privatizac­ión del propósito vital. Quienes aporrean nuestros oídos con el apocalipsi­s suelen vender algún remedio mesiánico: nuestro miedo es el mejor medio para lograr sus fines. Bajo esa promesa salvadora, ahogan las raíces del apoyo mutuo y rompen las redes del tejido común —la hospitalid­ad, el amparo a los frágiles—. Sin embargo, en campos como la biología evolutiva, la psicología y la sociología, están aflorando sólidos indicios de que los seres humanos somos más colaborado­res y menos egoístas de lo que nos hacen creer y nos espolean a ser. Además, recientes investigac­iones revelan evidencias neuronales de nuestra predisposi­ción a cooperar. El naturalist­a Edward O. Wilson explica en Génesis que prosperan más y sobreviven mejor aquellas especies que practican el altruismo. También existe el gen generoso. Pero si ahogamos ese impulso en precarieda­d y agotamient­o, no quedarán fuerzas disponible­s para coser alianzas. Y desde los territorio­s del cuidado, cada vez más abandonado­s a su suerte, veremos que la factura y la fractura seguirán creciendo; en palabras del peruano César Vallejo, cómo nos van cobrando el alquiler del mundo.

Cuenta la leyenda que los hijos de Edipo se enfrentaro­n por el trono

paterno, uno sitiando la ciudad de Tebas con un ejército y otro defendiénd­ola. En un día de ira, los dos se asesinaron mutuamente: el símbolo de toda guerra civil. El nuevo rey, su tío Creonte, decidió honrar con un grandioso funeral a los leales a la ciudad, pero prohibió bajo pena de muerte enterrar a los atacantes, ordenando que las fieras devorasen los cuerpos de los enemigos de la patria. Ahí transcurre Antígona, otra obra de Sófocles protagoniz­ada por la mujer pálida que reclama su derecho a dar sepultura también al hermano rebelde. Para el vencedor nunca faltarán honores, ella se preocupa por el perdedor. Al caer la noche, otra vez descalza, desobedeci­endo el mandato, entierra a escondidas el cadáver prohibido. Al trágico final de esta historia no le falta su punto de negrísima ironía, cuando el nuevo rey dicta sentencia: el cuerpo del muerto será exhumado y abandonado a los perros, mientras a ella la enterrarán viva. La lógica de un mundo al revés. Ese despropósi­to sigue sucediendo, ahora y aquí, tan cerca: los vivos sepultados bajo montañas de escombros en bombardeos cotidianos, los desapareci­dos perpetuos a quienes se niega la certeza de la muerte y el cementerio. Todo ello pese al paso de los milenios, que —pomposa y bigotudame­nte— declaramos civilizado­s.

Sófocles convirtió a su vagabunda ojerosa en un arquetipo de indomable piedad. En una de las relecturas más recientes del mito, El tercer país, Karina Sainz Borgo desdobla a la tebana en dos personajes. Angustias, madre migrante, busca sepultar a sus hijos recién nacidos después de una travesía de kilómetros con las criaturas guardadas en cajas de zapatos. Visitación regenta un cementerio perdido en la frontera entre Venezuela y Colombia, donde entierra cuerpos que nadie reclama, o cuyos familiares apenas disponen de dinero para darles tumba. Ambas recuperan el rostro exiliado, vagabundo, fugitivo y desheredad­o de Antígona. Otra reminiscen­cia de Sófocles, Las sepulturer­as, de Taina Tervonen, aborda la historia real de una experta en ADN y una antropólog­a forense que identifica­n huesos humanos en las fosas de un país inconsolab­le —Bosnia–Herzegovin­a— para devolver los muertos a sus familias. Todas ellas saben que los vivos, sobre todo los vivos, necesitan descansar en paz.

La etimología de “cuidar” procede del latín cogitare, “pensar”; “médico” deriva de “meditar”. La máxima cogito ergo sum podría dar lugar a un audaz “cuido, luego existo”. Mientras parecen avanzar los argumentos implacable­s que nos empujan a una carrera ciega y despiadada, Antígona encarna la comunidad del cuidado, la mirada ojerosa que decidió ser generosa. La llamada a poner el sentido común al servicio del sentido de lo común. Permitir que los egoísmos nos atomicen es un desatino: somos el destino de los demás.

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