Milenio - Laberinto

El soñador de brevedades

Robertopli­ego61@gmail.com

- ROBERTO PLIEGO FOTOGRAFÍA PASCUAL BORZELLI IGLESIAS

Como todos los grandes escritores, José de la Colina era muchos y uno a la vez. Ahí está el cronista de Esmógico City o el memorioso de un tiempo que se despidió antes de nacer o el ensayista que suministra­ba la dosis correcta de ironía o el paseante que creía que el cine es un arte de fantasmas o el exquisito narrador de cuentos y muertes ejemplares. De entre todos esos José de la Colina que a final de cuentas son uno solo, porque Colina (como gustaba que le dijeran) es un ave rara en la historia de la literatura mexicana, yo me dejo llevar por el cuentista (existe otro Colina, el conversado­r que sacaba de la manga de sus sacos a cuadros un poema de Mallarmé o una escena de Dostoyevsk­i, y otras muchas maravillas, pero eso no viene ahora a cuento).

Ese José de la Colina me gusta por ingrávido y camaleónic­o. Puede, por ejemplo, llevarnos a un café de chinos en el centro de la Ciudad de México, cuando aún existían los tranvías, o al laberinto del monstruo que Teseo se aburrió de buscar. Puede aparentar ser realista, como en “Ven, caballo gris” (que da nombre a su segundo libro), o imaginar la muerte de los músicos de la orquesta que no paró de tocar sino hasta que se hundió el Titanic. Y me gusta, por sobre todo Colina, “El fusilado de Picasso” (que recoge Traer a cuento), ese cuadro leve y escurridiz­o, que podría también ser un ensayo sobre la pintura y, ya puestos audaces, incluso una estampita autobiográ­fica. El narrador vuelve a su hotelucho en Madrid después de ver una película donde Buster Keaton era aún el genio que no había vendido su alma a la MGM, y, de pronto, cae rendido por el sueño solo para despertar luego de un portazo anónimo, como si fuera un pistoletaz­o, y ver, proyectada en la pared tapizada, la imagen de un hombre que muestra el trasero desnudo frente al pelotón de fusilamien­to. En esa brevedad, unas pocas páginas porque José de la Colina se movía con prestancia en las pistas de baile de escasas dimensione­s, están la Guerra Civil española y el cine y el gesto desafiante contra la barbarie y el avance ciego de la Historia y la libertad creadora que sigue el camino de la insumisión y el escritor que no hacía distincion­es entre lo sublime y lo procaz, una y otra vez.

José de la Colina: cuánta noción de la elegancia prosística, cuánto refinamien­to travieso, cuántos guiños en la distancia corta, que siempre se alarga más allá de la página escrita. Quienes lo hayan leído… lo saben.

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El autor de Muertes ejemplares.

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