Milenio - Laberinto

El niño del exilio

- MARÍA TERESA MENESES

Estaba precedido por su fama de beligerant­e y era poco afecto a soportar la estulticia

Era un niño. Era un niño que ayer habría cumplido 90 años. Hoy, el recuerdo me trae la mirada límpida de José de la Colina. Esos días azules y ese sol de la infancia se habían instalado para siempre en esos ojos inquisitiv­os y llenos de asombro en los que, a veces, muchas veces, se asomaba una lágrima. Precedido por su fama de beligerant­e y poco afecto a soportar la estulticia de la faunita literaria, por mera precaución ante el filo de su guadaña, me acerqué tarde a él, a pesar de que ya publicaba mis traduccion­es de autores italianos en El Semanario Cultural de Novedades que, liderado por José de la Colina, constituyó toda una escuela de formación editorial y literaria para los escritores noveles durante los veinte años de vida del suplemento que había fundado junto con Eduardo Lizalde en 1982. La labor de José de la Colina como editor y periodista cultural fue reconocida tempraname­nte, en 1984, cuando le fue otorgado a El Semanario Cultural de Novedades el Premio Nacional de Periodismo Cultural.

Yo conocí a José de la Colina en la última etapa del Sema, como acostumbrá­bamos decirle de cariño y para ahorrar palabras. Unos pocos años después, tuve el privilegio de pasar de colaborado­ra a miembro de la mesa de redacción, hasta que el negocio cerró y se echaron abajo las cortinas, concluyend­o una época fundamenta­l de la historia de los suplemento­s culturales en México, que no puede escribirse sin nombrar a José de la Colina.

Editor sin concesione­s ni medias tintas, en sus temidas reuniones editoriale­s de los lunes incluso salían hechos añicos, por su voraz crítica, textos de escritores con varios libros publicados a sus espaldas. “Polemista honrado y valiente”, ha dicho Adolfo Castañón de este niño que nos trajo el exilio español en 1940. Orgulloso del linaje de su padre, José de la Colina fue un hombre honesto y fiel a sus conviccion­es que después del trabajo pasaba a tomarse una copa al Salón Palacio y regresaba en metro a casa, con su siempre amada María. Recuerdo una vez que nos subimos al metro: todo el trayecto nos fuimos recitando a nuestros

_ poetas preferidos, desde los del Siglo de Oro español hasta el hermetismo italiano, en un duelo de memoria en el que salió airoso el amor por la literatura. Chapeau, José de la Colina.

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