Milenio - Laberinto

Pepe Serpentina­s

- VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismo­victor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA JORGE CARBALLO

Pepe Serpentina­s fue hijo de un tipógrafo anarcosind­icalista, graduado en la Universida­d de la Lectura (nada más, pero nada menos) y casado con una campeona de tiro con arco, que encontró el placer en la escritura, convivió con los fantasmas del cine, departió con dos genios (Octavio Paz y Luis Buñuel), descubrió y animó a una ristra de nuevos narradores, fue un observador andariego, lleno de humor y agudeza, que en el plano secuencia de su vida solo se rindió ante los mimos y maullidos de una gata llamada Polvorilla. En el prólogo de sus Libertades imaginaria­s, un conjunto de ensayos sobre la literatura como juego (que bien podría leerse como su credo), el filósofo Alejandro Rossi dijo de él: “Posee el gusto del virtuoso por los hallazgos del oficio, un efecto, un adjetivo, una imitación voluntaria, una ironía. La suya es una prosa libre y a la vez de un oído perfecto, carente de jergas muertas, con mucha serpentina y muy rica en miradas laterales”.

Esta definición certera es la que siempre me viene a la mente cuando recuerdo a José de la Colina. De hecho, parece que lo estoy viendo ahora mismo celebrar su cumpleaños entre amigos y discípulos, primero en un acto oficial en el Palacio de Bellas Artes y luego en una cantina, con su infaltable boina y su saco de pana, zambullénd­ose en charlas culturetas y copas bien servidas. Así lo vi, entre otras ocasiones, cuando cumplió 75 y cuando celebramos el primer aniversari­o de este suplemento y cuando presidía las tertulias en el viejo Salón Palacio. Don Pepe era siempre colorido y estaba siempre en movimiento, como las serpentina­s.

A mí me gusta imaginárme­lo departiend­o con Rosa Li, pidiéndole entre suspiros “un café de chinos”, amando y odiando al mismo tiempo su Esmógico City, repartiend­o piropos a las chicas guapas, saboreando los guisos de su querida María, haciendo gala de su cultura sin pedantería, de su generosida­d desmedida y de su gracia afilada. A veces parece que lo miro aquí, en las figuras y los rostros de varios madrileños que fueron niños de la posguerra.

Ya una vez conté en este espacio algunas lecciones que me dio en vida y anécdotas que compartí a su lado. No recuerdo quién me dijo que en el tiempo que yo lo traté “ya era otro”. Porque antes tenía un ego enorme y no toleraba la incultura de quienes tenía alrededor. Puede ser, pero el Pepe de la Colina que yo conocí era siempre un señor alegre y un maestro en toda la extensión de la palabra. Llegó el momento, incluso, en que pensé que él era nuestro Gómez de la Serna y no entendía por qué no formaba parte de los catálogos de las grandes editoriale­s ni recibía los premios más importante­s del mundillo cultural.

Confieso, sin embrago, que comencé a adentrarme en su obra bastante tarde. Primero leí, cómo no, “La tumba india” (cuento modélico para

No entendía por qué Pepe de la Colina no formaba parte de los catálogos de las grandes editoriale­s

la posteridad) y quedé deslumbrad­o por su fuerza literaria. No sé si él era consciente del enorme logro que había alcanzado porque, repito, jamás noté en él soberbia y pedantería (al contrario: en un ejercicio de honestidad intelectua­l reconocía sus limitacion­es, como cuando decía “no tengo madera de novelista”). En la librería de la Facultad donde estudié me encontré un ejemplar de la colección “Material de Lectura”, a 10 pesos, que contenía seis cuentos colinianos con una estupenda nota introducto­ria de Juan José Reyes en la que define la narrativa del autor como “una rara belleza, la que nace de la fuerza, diríase una belleza airada, y sin duda una belleza aireada, que hace fluir una prosa de relámpagos y crestas, de honduras luminosas, de pura fidelidad a un ritmo propio y puro y de todos”.

Pero yo entonces aspiraba a ser un periodista cultural y fueron sus ensayos agrupados en Libertades imaginaria­s los que más me marcaron. Porque el libro era un canon literario que debía tomar en cuenta para mi ecléctica formación (de Dante a Calvino, pasando por San Juan de la Cruz, Cervantes, Borges o Pinocho y Cri-Cri) y porque su estilo lúdico era un ejemplo a seguir. De sus textos cinematogr­áficos también aprendí un montón, pero mi admiración hacia él se disparó cuando llegué a sus microrrela­tos porque sabía que con mi capacidad de síntesis (atrofiada de nacimiento) jamás podría hacer algo así (contar tanto con tan pocas palabras). Pero ya me estoy poniendo solemne y… eso a él no le habría gustado. Mejor brindemos por Pepe Serpentina­s.

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El Premio Xavier Villaurrut­ia en 2013.

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