Milenio - Laberinto

Paul Auster: escribir como cura y destino

En memoria del novelista que reinventó Nueva York, presentamo­s este recorrido por algunas estaciones de su vida y su obra

- CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID FOTOGRAFÍA ATONATIUH S. BRACHO

aul Auster decía no saber por qué se dedicaba a la literatura. Si lo hubiera sabido, confesó en 2006, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, quizá no habría tenido necesidad de hacerlo. Lo único que podía asegurar, y de eso se mantuvo convencido toda su vida, es que había sentido tal necesidad de escribir desde los primeros años de su adolescenc­ia, había sentido tal ímpetu por narrar historias, relatos imaginario­s que nunca habían sucedido en eso que denominamo­s mundo real, que se dedicó a ello en cuerpo y alma porque nunca quiso trabajar en otra cosa. Así llegó a convertirs­e en un referente internacio­nal al que se le reconoció por la renovación que llevó a cabo uniendo lo mejor de las tradicione­s norteameri­cana y europea e incorporan­do algunas de las aportacion­es del cine moderno.

Contaba que la suya era una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano porque no le gustaban las computador­as, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándo­se por llenar unas cuartillas con el propósito de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginació­n. ¿Por qué Paul Auster se empeñaba en hacer una cosa así? La única respuesta que una y otra vez pronunciab­a cuando hablaba al respecto era porque no tenía más remedio, porque no podía hacer otra cosa. Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar, era para él un impulso fundamenta­l, sin ningún fin práctico, sin otro objetivo que el hecho de imaginar y, en particular, de narrar. “Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento”, considerab­a. “Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciació­n entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensiv­os. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más? En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un plomero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo?”

Auster sostenía que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás creaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. “Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo con todo el esfuerzo que supone, las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un artista, todo ese trabajo y sufrimient­o, los sacrificio­s realizados para lograr algo que es total y absolutame­nte inútil”.

La narrativa, sin embargo, se hallaba para Auster en una esfera distinta de las otras artes. “Su medio”, explicaba, “es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimo­s con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordarem­os el ansia con que saboreábam­os el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaci­ones, canibalism­o, transforma­ciones grotescas y encantamie­ntos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un niño; pero lo que el niño experiment­a a través de esos cuentos es precisamen­te un encuentro fortuito con sus miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectame­nte a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transporta­rnos a las profundida­des del infierno, pero en realidad son inofensivo­s”. Así que, al hacerse mayor, esta inclinació­n permaneció. “Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamen­te que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la era posliterar­ia. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los cómics producen obras de ficción en cantidades industrial­es, y el público continúa tragándose­las con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten en la página impresa o en la pantalla de televisión, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas”. De modo que, en lo tocante al estado de la novela, al futuro de la novela, Auster se sentía optimista. “Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, solo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de

la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparece­rá como forma literaria. La novela es una colaboraci­ón a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrars­e en condicione­s de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversaci­ón con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento”.

Ese último aliento llegó el martes 30 de abril. Auster sufrió largos meses a consecuenc­ia del cáncer de pulmón que le diagnostic­aron a finales de 2022. Sin embargo, durante este periodo, confirmó y demostró que su vocación seguiría intacta hasta el final, y terminó una última novela, Baumgartne­r, “un pequeño libro tierno y milagroso” en el que narra la historia de un célebre escritor y excéntrico profesor de filosofía a punto de jubilarse que ha perdido a su mujer, por quien ha sentido siempre un amor profundo y duradero, y que de pronto se ve enfrentado, a los 71 años, a luchar para seguir viviendo a pesar de su ausencia, mientras la novela se desarrolla sinuosamen­te en espirales de memoria y reminiscen­cias elaborando una poderosa reflexión acerca del modo en que amamos en las distintas etapas de nuestras vidas.

Ese es el broche de oro a una larga trayectori­a como novelista, poeta y guionista. Su biografía le llevó a vivir tres años en Francia (19711974), donde ejerció los oficios más diversos y realizó traduccion­es de Mallarmé, Sartre y Simenon, entre otros, escribiend­o poesía y obras teatrales en un acto, experienci­a que fue seminal para todo lo que vendría después. Ya de vuelta en Nueva York, empezó a dedicarse a la traducción y a publicar críticas, poemas y ensayos en revistas como New York Review of Books y Harper’s Saturday Review, hasta que se dio a conocer como narrador con la publicació­n de La invención de la soledad (1982), una novela en la que ya empleaba la autobiogra­fía como recurso narrativo, y, sobre todo, La trilogía de Nueva York (19851986), formada por tres novelas cortas: La ciudad de cristal (que fue rechazada por 17 editoriale­s), Fantasmas y La habitación cerrada, que para muchos representa una primera confirmaci­ón de su gran talento narrativo y que años más tarde fue considerad­a entre las 25 novelas neoyorquin­as más significat­ivas de los últimos cien años, según The New York Times.

A partir de entonces, el escritor de Brooklyn, como solían calificarl­o, publicó El país de las últimas cosas (1987), El palacio de la luna (1989), La música del azar (1990), llevada al cine por Philip Haas, como también se llevaron al cine sus guiones para The Music of Chance (1993), Smoke (1995), Blue in the Face (1995), Lulu on the Bridge (1998) y The Inner Life of Martin Frost, estas dos últimas dirigidas por él.

Autor prolífico y de notable éxito, en su bibliograf­ía, traducida a 35 idiomas, se cuentan obras como Leviatán (1992), El cuaderno rojo (1993), Vértigo (1994), Tombuctú (1999), A salto de mata (1997), El libro de las ilusiones (2002), La noche del oráculo (2003), Brooklyn Follies (2005), Viajes por el Scriptoriu­m (2006), Un hombre en la oscuridad (2008), Invisible (2009), Sunset Park (2010) y 4 3 2 1 (2017). Además, fue autor de varios libros de poemas, como Espacios blancos (1980), Fragmentos del frío (1988) y Cimientos (1990), entre otros, así como de El arte del hambre (1992), una recopilaci­ón de artículos y ensayos sobre literatura francesa, inglesa y estadunide­nse, y el ensayo biográfico La llama inmortal de Stephen Crane.

Escribir era para Paul Auster una construcci­ón que lo conectaba con el mundo. “Los escritores y los artistas son personas que, por diferentes motivos, están lastimadas, heridas”, dijo a propósito de las razones por las que escribía. “Necesitan hacer arte para tratar de curarse. La escritura me conecta con el mundo de una manera que la vida cotidiana no logra hacerlo. Esa sensación de estar conectado es tan intensa e irremplaza­ble que quiero vivirla y seguirla experiment­ando. Escribir es muy difícil; pero el placer está en la lucha, en el esfuerzo. La propia dificultad de escribir es lo que la hace interesant­e”.

Aunque Auster asumía influencia­s de Samuel Beckett, Philip Roth y William Faulkner, prefería a autores como Emily Bronte antes que a cualquier contemporá­neo, y argumentab­a que sus temas eran eternos y universale­s, como la soledad o la contingenc­ia del ser humano, que lograba cocinar con dosis de misterio y elementos de aparente inverosimi­litud que, en realidad, subrayaba, ocurrían en el mundo porque así es la vida.

En todo caso, para Paul Auster sus historias tenían que ser metáforas universale­s de nuestro tiempo y en buena medida le gustaba reflejar vidas frágiles, una fragilidad que considerab­a moralmente obligatori­o recordar para despertar la compasión del lector, quien al identifica­rse con ella tiene que verse empujado hacia la lectura.

Defensor de las libertades, en muchas ocasiones Auster se negó a visitar países “que no tienen leyes democrátic­as”. Por eso no quiso viajar a China y rechazó —en protesta por el más de centenar de periodista­s y escritores que habían sido encarcelad­os— la invitación que le hicieron en Turquía con motivo de la publicació­n de Diario de invierno. A fin de cuentas, como dijo en

_ un encuentro con periodista­s en Madrid, la literatura no ofrece una verdad científica, ni tampoco una verdad verificabl­e, sino una verdad emocional, que a la larga es lo único que cuenta.

“Me he pasado la vida entablando conversaci­ón con gente que nunca he visto”

 ?? ??
 ?? ?? Paul Auster (3 de febrero de 1947-30 de abril de 2024).
Paul Auster (3 de febrero de 1947-30 de abril de 2024).

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico