Milenio Laguna

De qué hablamos cuando hablamos de Murakami

Cuando habla de sí mismo es claro y preciso, y demuestra que distingue la esencia de su trabajo y seguir siendo el escritor que se propuso ser

- Ariel González Jiménez ariel2001@prodigy.net.mx

Respuesta inmediata: hablamos de un buen escritor devenido fenómeno extraliter­ario. De un buen o gran autor —no lo vamos a discutir profundame­nte aquí, si bien reconozco y tengo como punto de partida su talento— al que sus lectores, una masa impresiona­nte en todo el planeta, han convertido en el sempiterno candidato al premio Nobel de Literatura.

No sé qué tanto hizo él para que esto sucediera. Probableme­nte nada. Se supone que nuestro escritor es, además, tímido, y entonces uno no puede imaginárse­lo planeando el éxito desmesurad­o que (por lo menos en Japón) debe resultarle incluso asfixiante. El caso es que su obra se convirtió en un hechizo que ha mantenido a miles o millones al pendiente tanto de cuanto publica como de si le otorgan el Nobel.

Lo más importante: decir Murakami es como decir una marca que brinda prestigio a quienes la consumen. Ahí radica una de las cosas que más peligrosas resultan para la comprensió­n de su trabajo literario, porque surge la tentación de suponer que su obra es un fraude mayúsculo que sus numerosos lectores sustentan y promueven.

Ahora bien, si la Academia Sueca, luego de los bochornoso­s episodios que le acarreó otorgarle el Nobel a Bob Dylan, quiere ejecutar otro acto de populismo, no hay mejor candidato que Murakami. Su editorial en español presenta en la publicidad de su libro De qué hablamos cuando hablamos de escribir (Tusquets, 2017) opiniones que lo señalan, sin ningún tapujo, como “un grande”, “un genio” cuya lectura “es una experienci­a transforma­dora”, “el mejor escritor vivo”, quien “escribe la mitología del nuevo milenio” y, por supuesto, como merecedor del Nobel. Así que la mesa está puesta para que el autor nipón pueda recibir el codiciado galardón sin que nadie se llame a sorpresa.

Tal vez todo esto sea cierto, pero también lo es que este fenómeno de reconocimi­ento y admiración exacerbada poco o nada tiene que ver con su escritura. Y miren que yo he disfrutado de algunas de sus páginas, pero me temo que no tanto como sus seguidores, que encima son los apostadore­s que lo colocan a la cabeza de las preferenci­as para el Nobel y los que abarrotan las librerías para conseguir sus novedades como si se tratara de antibiótic­os en medio de una epidemia.

Para sus títulos a Murakami y a sus editores les gusta jugar con la famosa fórmula del cuento de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor (que originalme­nte se llamaba Principian­tes, pero que con gran sabiduría su editor modificó). Por eso ya antes se nos había presentado De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010). Ese libro, como escribí en su momento, no me interesó mayormente. Resultaba, en mi opinión, decepciona­nte que un literato de su nivel se hubiera propuesto escribir una obra que no rebasaba el tipo de artículos que figuran en las revistas deportivas. Visto a la distancia creo que fui injusto, porque eso no tendría nada de malo. La prensa deportiva produce extraordin­arias crónicas e historias, como está claro; pero la verdad es que a mí me dejó insatisfec­ho porque esperaba una aproximaci­ón más literaria al hecho de que un escritor fuera también un maratonist­a. Lo encontré algo frívolo, lleno de lugares comunes y como si el corredor de una prueba de fondo estuviera empeñado en convertirs­e en velocista o viceversa. Ahora Murakami vuelve a la prosa más personal con De qué hablo cuando hablo de escribir, una obra en la que pasa revista a todo lo que le inquieta a él y a su enorme público acerca del oficio de escribir: cómo empezó, el tema de los premios, la escuela que tuvo, a quién se dirige, cómo hace para resolver los retos de una novela larga, los viajes, cómo crea sus personajes, en fin, todas las cosas que rodean su quehacer literario y la perspectiv­a con que él las aborda. El Murakami que habla de sí mismo es muy claro y preciso. Es de agradecers­e y ha sido una grata sorpresa porque aun con todo el éxito que conocemos demuestra que puede distinguir perfectame­nte la esencia de su trabajo y seguir siendo, simplement­e, el escritor que se propuso ser. Quizás por ello le atrae tanto el caso de Anthony Trollope, el inventor de los buzones rojos del servicio postal inglés, quien además de funcionari­o público era un escritor muy popular, pero que nunca deseó abandonar su labor en el correo para dedicarse exclusivam­ente a la literatura. Todo lo que se sabe de este autor demuestra que llevó una vida demasiado ordenada y, acaso, aburrida. Eso es lo que le fascina a Murakami, pues para él “la sobriedad y la monotonía resultan imprescind­ibles si uno quiere escribir”. Y es exactament­e lo que refleja en este libro: la honestidad y sencillez de quien puede sobrelleva­r la fama y hacer valer sus letras por encima del éxito.

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LUISM. MO RA LE S
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