Tenía prisa por matar prostitutas
Hay asesinos seriales con timidez de ratón, que están muy lejos de los titulares de los periódicos de circulación nacional y en general de los reflectores mediáticos, aunque eso no significa que su actuación en una ciudad o suburbio haya pasado desapercibida.
Son criminales discretos que están muy lejos de los Ted Bundy, Ed Gein, John Wayne Gacy, Andrei Chikatilo, David Berkowitz, Jeffrey Dahmer o Jack el Destripador, por mencionar solo una parte del top ten de los homicidas pluralistas.
Pero sus cifras de asesinatos pueden ser similares o incluso superar a las de muchas de las súper estrellas del lado oscuro.
El canadiense Gordon Stewart Northcot asesinó a más de tres niños en una granja de Los Ángeles, Estados Unidos. El alemán Jürgen Bartsch acabó con la vida de cuatro menores varones con edades que iban de ocho a los 13 años.
El colombiano Luis Alfredo Garavito, quien, de ser cierto lo que confesó, asesinó a más de 200 menores, lo que lo convierte en el amo y señor de las bestias a escala mundial pese a que su nombre no nos resulta familiar.
Es el caso de Tony Atkins, un modesto cocinero de pizzas que nunca conoció más allá de su ciudad natal, Detroit, Michigan, EU. Un joven de infancia tortuosa que creció en hogares ajenos y en orfelinatos.
Y quizás fue mejor así, porque en los lapsos que vivió con su madre, una prostituta que se especializaba en satisfacer sexualmente a sus clientes en el asiento delantero de los automóviles, ella no tenía empacho en colocar a su hijo en el asiento trasero del auto mientras trabajaba, sin preocuparse por lo que el menor veía.
En una de esas estancias, Tony fue violado a los 10 años por uno de los clientes de su madre.
Al crecer, Atkins tenía relaciones lo mis- mo con hombres que con mujeres, siempre con sentimiento de culpa.
En diciembre de 1991, algo sucedió en la cabeza de Atkins y comenzó su cacería de prostitutas. En un periodo de nueve meses acabó con la vida de 11 sexoservidoras de Detroit, una cifra muy grande para un lapso tan corto.
Atkins regularmente contactaba a sus víctimas en bares; tenía relaciones con ellas, posteriormente las estrangulaba para, como ritual final, “tirarlas” en moteles o en edificios abandonados.
Después de una cacería humana que realizaron de forma conjunta la policía de Highland Park, Detroit; la Estatal de Michigan y el FBI, ayudados por una sobreviviente de un ataque de Atkins de la que nunca se dijo el nombre, el criminal fue arrestado en la pizzería donde trabajaba.
Al ser detenido, el individuo explicó que él no era el asesino, pues no le gustaban las mujeres, ya que él era homosexual. Atkins tenía razón en lo que se refiere a que no le agradaban las mujeres. Más bien las odiaba, sobre todo a las prostitutas, quienes despertaban en él sentimientos encontrados.
En una larga jornada de interrogatorio, Atkins se refugió en el silencio. Hasta que un agente maduro le dijo que confiara en él, pues era como su padre. Sorprendentemente, el sospechoso reveló todo, incluso que tenía una víctima más escondida en el sótano de un estacionamiento.
Nada de remordimiento, nada de sentimiento de culpa, tampoco le hizo mella el llanto de los familiares de las víctimas. Solo algo lo hizo reaccionar: cuando el juez lo declaró culpable de homicidio, Atkins volteaba repetidamente hacia la puerta de salida. Cuando le preguntaron por qué lo hacía dijo: “Es que ya tengo ganas de fumar”.
Benjamin Tony Atkins fue sentenciado a 11 cadenas perpetuas. No duró mucho encerrado, cuatro años después de ingresar a prisión, el 17 de septiembre de 1997, murió de una infección asociada con el sida que padecía.