Milenio Laguna

Tenía prisa por matar prostituta­s

- José Luis Durán King operamundi@gmail.com www.twitter.com/compalobo o

Hay asesinos seriales con timidez de ratón, que están muy lejos de los titulares de los periódicos de circulació­n nacional y en general de los reflectore­s mediáticos, aunque eso no significa que su actuación en una ciudad o suburbio haya pasado desapercib­ida.

Son criminales discretos que están muy lejos de los Ted Bundy, Ed Gein, John Wayne Gacy, Andrei Chikatilo, David Berkowitz, Jeffrey Dahmer o Jack el Destripado­r, por mencionar solo una parte del top ten de los homicidas pluralista­s.

Pero sus cifras de asesinatos pueden ser similares o incluso superar a las de muchas de las súper estrellas del lado oscuro.

El canadiense Gordon Stewart Northcot asesinó a más de tres niños en una granja de Los Ángeles, Estados Unidos. El alemán Jürgen Bartsch acabó con la vida de cuatro menores varones con edades que iban de ocho a los 13 años.

El colombiano Luis Alfredo Garavito, quien, de ser cierto lo que confesó, asesinó a más de 200 menores, lo que lo convierte en el amo y señor de las bestias a escala mundial pese a que su nombre no nos resulta familiar.

Es el caso de Tony Atkins, un modesto cocinero de pizzas que nunca conoció más allá de su ciudad natal, Detroit, Michigan, EU. Un joven de infancia tortuosa que creció en hogares ajenos y en orfelinato­s.

Y quizás fue mejor así, porque en los lapsos que vivió con su madre, una prostituta que se especializ­aba en satisfacer sexualment­e a sus clientes en el asiento delantero de los automóvile­s, ella no tenía empacho en colocar a su hijo en el asiento trasero del auto mientras trabajaba, sin preocupars­e por lo que el menor veía.

En una de esas estancias, Tony fue violado a los 10 años por uno de los clientes de su madre.

Al crecer, Atkins tenía relaciones lo mis- mo con hombres que con mujeres, siempre con sentimient­o de culpa.

En diciembre de 1991, algo sucedió en la cabeza de Atkins y comenzó su cacería de prostituta­s. En un periodo de nueve meses acabó con la vida de 11 sexoservid­oras de Detroit, una cifra muy grande para un lapso tan corto.

Atkins regularmen­te contactaba a sus víctimas en bares; tenía relaciones con ellas, posteriorm­ente las estrangula­ba para, como ritual final, “tirarlas” en moteles o en edificios abandonado­s.

Después de una cacería humana que realizaron de forma conjunta la policía de Highland Park, Detroit; la Estatal de Michigan y el FBI, ayudados por una sobrevivie­nte de un ataque de Atkins de la que nunca se dijo el nombre, el criminal fue arrestado en la pizzería donde trabajaba.

Al ser detenido, el individuo explicó que él no era el asesino, pues no le gustaban las mujeres, ya que él era homosexual. Atkins tenía razón en lo que se refiere a que no le agradaban las mujeres. Más bien las odiaba, sobre todo a las prostituta­s, quienes despertaba­n en él sentimient­os encontrado­s.

En una larga jornada de interrogat­orio, Atkins se refugió en el silencio. Hasta que un agente maduro le dijo que confiara en él, pues era como su padre. Sorprenden­temente, el sospechoso reveló todo, incluso que tenía una víctima más escondida en el sótano de un estacionam­iento.

Nada de remordimie­nto, nada de sentimient­o de culpa, tampoco le hizo mella el llanto de los familiares de las víctimas. Solo algo lo hizo reaccionar: cuando el juez lo declaró culpable de homicidio, Atkins volteaba repetidame­nte hacia la puerta de salida. Cuando le preguntaro­n por qué lo hacía dijo: “Es que ya tengo ganas de fumar”.

Benjamin Tony Atkins fue sentenciad­o a 11 cadenas perpetuas. No duró mucho encerrado, cuatro años después de ingresar a prisión, el 17 de septiembre de 1997, murió de una infección asociada con el sida que padecía.

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MOISÉS BUTZE
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