Marcelino, las redes y Giordano
La vida de ningún hombre se condensa en un error o en un acierto, pero lo que sí lo caracterizó fue su carácter rebelde, crítico con la crítica misma, sin concesiones
L a muerte nunca llega sola: la acompañan, desde siempre, innumerables efectos, reacciones y sorpresas que escapan por completo al control del difunto y sus deudos. En esta época de redes sociales, las cosas se tornan todavía más extremas.
Hay personajes que a 10 minutos de su deceso son consagrados en las redes sociales como mártires, héroes o seres imprescindibles; en ese mismo lapso, otros cadáveres son pateados inmisericordemente, juzgados con desprecio o satanizados. En esa nueva y poderosa pantalla mediática vemos a unos ascender al cielo y a otros caer en picada hasta el infierno. Santos y demonios son los favoritos de las redes. Ser parciales y dictar veredictos instantáneos, fulminantes y elementales, es lo que mejor acomoda a muchos tuiteros y animadores de Facebook.
Lo comprobamos el sábado pasado con la muerte de Marcelino Perelló —personaje controversial porque siempre quiso ir contra la corriente—, que fue recibida con júbilo por los sumos sacerdotes de la corrección política que a diario condenan a los que se salen de su redil fascistoide.
En su miopía pretendieron que moría no un importante dirigente del movimiento estudiantil de 1968, una de sus figuras más emblemáticas, sino un misógino para el que la violación era irreal si no había penetración, una expresión que le costó ser removido como conductor en Radio UNAM. Contagiados, muchos medios recordaron en primer lugar ese incidente radiofónico antes que la trayectoria, ya histórica, del ex líder estudiantil.
Los reclamos a Marcelino tras su muerte me parecieron tan inverosímiles y mezquinos como los de la esposa del sastre de Giordano Bruno en aquel relato de Bertolt Brecht, “El manto del hereje”, una de las mejores partes de
Historias de almanaque. En ese texto se cuenta la forma en que transcurrieron los últimos días del “hombre de Nola al que las autoridades de la Inquisición romana condenaron, en el año 1600, a morir en la hoguera por herejía”. Giordano, tal y como recuerda Brecht, “es universalmente considerado un gran hombre no solo por sus audaces —y luego comprobadas— hipótesis sobre los movimientos de los astros, sino también por su valerosa actitud frente a la Inquisición, a la que dijo: ‘Pronunciáis vuestra sentencia contra mí quizá con más temor del que yo siento al escucharla’”.
La historia se centra en un hecho aparentemente menor: poco antes de ser apresado por los inquisidores, Giordano había pedido a un sastre confeccionar un manto a su medida; al estar encarcelado, el sabio no pudo pagarle al artesano y la mujer de éste, indignada, acudió en distintas oportunidades a cobrar la prenda, lo que mostraba toda la pequeñez y miseria que frecuentemente rodea a los grandes hombres.
Quizás con el mismo temor de la Inquisición al momento de dar su sentencia, ocultos entre el anonimato y los nombres y rostros falsos, los que lincharon en las redes a Marcelino mostraron toda la necedad e hipocresía de la que hace gala la corrección política. Se desgarraron de nueva cuenta las vestiduras frente a un personaje del que realmente nunca se tomaron la molestia de conocer nada, mucho menos de comprenderlo.
Recordar el relato de Brecht viene más a cuento toda vez que uno de los últimos escritos de Marcelino se ocupaba precisamente de Giordano Bruno, como respuesta —no publicada en su momento— al linchamiento del que fue objeto en las redes sociales (MILENIO, 7- 08-2017). Lo rescató Carlos Marín (periodista donde los haya), y en su presentación pudo establecer claramente la conexión entre estos dos personajes separados por siglos, pero unidos por la imperecedera inquisición que solo cambia de nombre en el curso del tiempo.
Igual que hace siglos, ir contra la corriente no es aconsejable para quien quiera vivir cómodamente; defender la verdad, así fuera solo la nuestra, equivale a decidir no pasarla bien, especialmente si se opone a la adoptada por la mayoría y, peor aún, si ésta tiene el barniz de lo “correcto” o lo “justo”.
Marcelino sabía algo de esto, porque no quiso ver en el 2 de octubre de 1968 solo un día sangriento, bandera para las peregrinaciones anuales de una izquierda decadente, sino algo más: una aspiración, un sueño, una jornada de libertad que ya nadie podría aplastar. Y por eso no quiso hacer del 68 su
modus vivendi, porque para él no era un rito sagrado que después, y a la manera de todas las religiones, diera rentas (parafraseo a Baudelaire).
La vida de ningún hombre se condensa en un error o en un acierto, pero lo que sí caracterizó a Marcelino fue su carácter rebelde, crítico con la crítica misma, sin concesiones. Y de seguro fue contradictorio, a la manera en que lo recuerda Ronaldo González en un magnífico ensayo dedicado a él (“Contener multitudes”: www.nexos.com.mx):
Como en el whitmaniano poema, era también hoja de hierba: ¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes)”.