La felicidad no llega, hay que ir por ella
La semana pasada afirmé aquí que padecer la crueldad que avanza a rienda suelta en muchos pueblos de la Tierra no debe impedirnos alcanzar la felicidad, y que lograrla no supone la ausencia de dolencias y pesares, sino vivir conforme a una buena filosofía y usar responsablemente nuestro libre albedrío, en medio de acechanzas y calamidades.
De la búsqueda de la felicidad da cuenta la historia universal, independientemente de épocas, razas, religiones, culturas y condiciones sociales. Está en nuestra naturaleza, aunque pocos la alcancen. Que vivimos en circunstancias que la propician y otras que la obstaculizan, no cabe duda, pero en gran medida dependerá de nuestra actitud frente a la vida, sin desconocer la importancia que tienen el ejemplo y la educación que nos dan nuestros padres, así como las enseñanzas en las escuelas y las iglesias, pero es necesario conocernos, conocer al mundo y aprender de los demás lo que es necesario saber.
Por eso, comparto con usted algunas reflexiones que al respecto recibí de un amigo (AL): “Usamos como sinónimo alegría y
felicidad, cuando las mismas son enteramente diferentes”.
“La alegría es un sentimiento que por su naturaleza es pasajero, pero la felicidad significa plenitud, tranquilidad, gozo profundo y sereno, empatía por los demás y sentirse uno con el Universo, lo que puede resultar permanente e imperturbable”.
“Matthieu Ricard (el hombre más feliz del mundo según la Universidad de Wisconsin, doctor en Biología Molecular y monje tibetano budista desde 1972) dice que para ser verdaderamente feliz solo es necesario entender al mundo y entregarse a los demás. Afirma que la alegría es como la superficie del océano, que se ve afectada en su movimiento permanente por múltiples factores, en cambio la felicidad es el océano profundo que permanece imperturbable a pesar de lo que ocurre en la superficie”.
“Aristóteles aconsejó a su hijo Nicómaco dirigirse a conseguir la mayor de las virtudes que es la felicidad, riqueza que se puede asir y mantenerla consigo”.
Hemos, pues, de concluir que la felicidad no llega, hay que ir por ella, merecerla y hacerla nuestra; sobreponiéndonos a nuestros males y a los que solo imaginamos.
Es de igual importancia la enseñanza de Epicuro, pues con frecuencia vinculamos los bienes materiales con la felicidad: “el que vive conforme a la naturaleza, nunca será pobre; si conforme a los demás, nunca será rico”. Y sobre esto vale decir en tiempos electorales, en que habremos de decidir, que la peor pobreza es la del alma y que la simple austeridad económica y aún los harapos no son pruebas de honestidad, porque no pocos con ese ropaje cubren su miseria moral. Decía Séneca: “grande es el mérito del que no lo corrompe su riqueza”.