La decreciente importancia de un debate
Estaríamos ahora en un punto de no retorno o, por lo menos, sumergidos en el universo paralelo de quienes han decidido ya no atender las señales de alarma, visibles para tantos de nosotros, que observamos en el candidato de Morena
Así como están las cosas, el debate de hoy entre los candidatos presidenciales podría no tener repercusión alguna: lo asombroso del fortalecimiento de una figura como la de Obrador es que parece desafiar toda lógica y, en este sentido, los argumentos que puedan elaborar los participantes y las demostraciones que aporten terminarán por no importarles a los votantes.
He estado con gente que no responde, por ejemplo, a ningún razonamiento sobre las bondades del nuevo aeropuerto internacional de México y para las cuales todo se reduce a un “estamos peor que nunca” tan lapidario como avasallador. Y, cuando he comenzado a esbozar los rasgos de una personalidad que me parece inquietante y cuando he intentado también vincular sus posturas a políticas públicas que resultarán sumamente perniciosas para la nación he seguido escuchando lo mismo o he debido responder a la pregunta “¿y, qué me dices de los corruptos, incapaces, ladrones, ineptos y mafiosos que nos gobiernan ahora?”.
De tal manera, nos encontraríamos en estos momentos en un punto de no retorno. O, por lo menos, sumergidos en el universo paralelo de quienes han decidido ya no atender las señales de alarma, visibles para tantos de nosotros, que observamos en el candidato. Dueños ellos, además, de la facultad de determinar el futuro de millones y millones de otros conciudadanos —sin contar con una mayoría absoluta ni mucho menos— debido a la cortedad de miras, ahí sí, de unos gobernantes y responsables políticos que se desentendieron de modernizar el sistema electoral de este país: aquí se gana la presidencia de la República con un tercio de los votos, señoras y señores, y al diablo con los sufragios restantes.
Desde luego que Enrique Peña no podía promover la iniciativa de una segunda vuelta: hubiera sido como reconocer, ante sus correligionarios del PRI y de cara a todas las fuerzas políticas, que no iban a ganar a las primeras de cambio y que necesitaban del repechaje (la cosa no es tal, desde luego, sino una forma de garantizar que la voluntad de la mayoría — en este caso concreto, su oposición a un candidato— se vea reflejada en las urnas: en esa mentada segunda vuelta, los sufragios ya no se diluyen entre los diferentes competidores sino que, reducida la decisión a una opción binaria, los ciudadanos pueden entonces expresarse directamente, así sea votando por quien no hubieran escogido originalmente, para cerrarle el paso al candidato que no desean).
Lo que ocurrió, desafortunadamente, es que ahora se encuentran los priistas en el peor de los mundos: no sólo no van
a ganar ni Meade alcanzará un segundo lugar que de cualquier manera no le hubiera servido de nada —justamente,
El raciocinio se diluye cuando las emociones son las que imperan y lo de Obrador parece ser, sobre todo, un tema de sentimientos
porque no hay segunda vuelta— sino que Obrador comenzará una tarea de acoso y derribo dirigida a borrar cualquier vestigio del legado de Peña Nieto. Adiós reformas estructurales, adiós modernidad, adiós inversiones y adiós estabilidad macroeconómica. ¿Lo dudan ustedes? Pues, miren, con la simple cancelación del proyecto del aeropuerto estamos avisados: es un acto puro y simple de destrucción de riqueza. No hace falta nada más: los inversionistas perderán totalmente la confianza en México; se devaluará la moneda; se desatarán costosísimos procesos legales; se perderán cientos de miles de nuevos empleos; y, sobre todo, esa primera acción de gobierno será una suerte de gran anuncio anticipatorio sobre lo que ocurrirá durante seis años: veremos posteriores cancelaciones de contratos en el sector energético, construcciones de obras tan faraónicas como poco rentables, dispendios presupuestales para financiar políticas populistas, en fin, ése será el escenario futuro de México.
¿Advierten esto los seguidores de Obrador? Creo que no. Y, no estoy hablando de esos feroces sectarios que tanto se solazan en la violencia verbal, dedicados de tiempo completo al insulto, sino de los otros, de los que parecen más moderados y que, por ello mismo, tratan de encontrarle la cuadratura al círculo: para empezar, no se toman literalmente lo que dice el hombre ni advierten que la cosa va en serio; como en el caso de Donald Trump cuando estaba en campaña, se creen que la retórica es algo accesorio, por no decir cosmético, y que una vez llegado al poder el personaje habrá de mitigar sus desplantes. Después de todo, Obrador ya gobernó, te dicen, y “no lo hizo tan mal”, obviando su desprecio a la legalidad, los actos de corrupción de sus allegados, el incremento de la inseguridad y su discrecionalidad al concesionar, justamente, obra pública. E ignorando, igualmente, que su poder personal y sus atribuciones serán infinitamente mayores como jefe del Estado mexicano.
En un debate se razona, se oponen ideas y se contrastan argumentos. Pero, es probable que esto ya no importe: el raciocinio se diluye cuando las emociones son las que imperan. Y lo de Obrador parece ser, sobre todo, un tema de sentimientos.