El horror se expande en México
Aquí no intervienen solo delincuentes, sino que participan pobladores en una estremecedora rapiña, como si se les hubiera autorizado que se arrogaran el derecho natural a desvalijar trenes, robar combustibles de ductos de Pemex...
Las cosas están tomando un giro verdaderamente aterrador en este país: cada día, hay saqueos, linchamientos, pillajes, atentados y quemazones intencionales, por no hablar de las anarquías debidas a unos movimientos “sociales” que parecerían, más bien, declaradas sublevaciones dirigidas a quebrantar la autoridad del Estado.
Sabíamos del horror desencadenado por las organizaciones criminales, esa siniestra procesión de cadáveres descabezados y cuerpos exhibidos como reses colgando en un matadero. Pudimos mirar hacia otro lado, sin embargo, porque los sicarios se mataban entre ellos. No iba el asunto con nosotros, vamos, por más que el parte de bajas fuera verdaderamente descomunal y que, muchas veces, cayeran también policías y militares en las acciones emprendidas por el Gobierno para desarticular a las bandas.
Pero, esto es otro asunto: aquí no intervienen nada más delincuentes sino que participan los pobladores de muchas comunidades en una estremecedora rapiña, como si un pistoletazo de salida hubiera autorizado a los ciudadanos comunes a que se arrogaran el derecho natural a desvalijar trenes, a participar colectivamente en el robo de los combustibles de las tuberías de Pemex y a perpetrar depredaciones acogiéndose a una condición de precariedad que, encima, los hace plenos merecedores de las exculpaciones que dispensa el candidato presidencial de Morena.
Por cierto, uno se pregunta cuáles serían las medidas tomadas por Obrador, como presidente de la República, para restaurar el orden público. Digo, no parece muy probable que las hordas de saqueadores vayan a renunciar a esas prácticas de un día para otro, siendo que el partido de
El Peje ha consagrado como candidata a senadora pronominal a una mujer que enfrenta cinco causas penales (hasta ahí, los límites de la tan cacareada ejemplaridad moral del señor).
En fin, nos encontramos entonces ante un escenario espeluznante: de pronto, la ilegalidad se vuelve una forma normal de vida para la gente, pero no en sus manifestaciones, digamos, menos malignas —el comercio informal, la venta de piratería o el trabajo no fiscalizado— sino en su forma más deletérea: el robo puro y simple, ejecutado con alevosía y violencia. Y, por si fuera poco, en las acciones de rapacidad participan mujeres y niños: el despojo de lo ajeno se vuelve así una práctica que ya no llevan a cabo individuos marginales, esos los delincuentes cuyo destino inmediato sería la cárcel en un país de leyes. No, aquí los delitos los cometen los vecinos, personas de a pie que, por alguna perversa razón, ya no se sienten obligadas a acatar los más elementales principios de moralidad y que, rompiendo las reglas de la convivencia civilizada, nos trasladan al mundo salvaje y amenazador de las sociedades primitivas.
No puede haber peor escenario para una nación que la descomposición social. Pues bien, pareciera que México se está desintegrando fatalmente en una espiral de ejecuciones, tumultos, algaradas y atropellos. Desaparecen de tal manera nuestras certezas y esa casa común que habitamos los ciudadanos se trasforma, día a día, en un territorio hostil avasallado no sólo por los canallas que secuestran, extorsionan y asesinan sino por turbas de compatriotas súbitamente trasmutados en ominosos emisarios de la barbarie.
Al criminal —lo repito— lo detienes, lo juzgas y lo sentencias pero, ¿qué haces con la familia que participa en el desvalijamiento de los vagones de un tren de carga o que trafica con la gasolina extraída clandestinamente de los ductos de la gran empresa petrolera de todos los mexicanos? ¿Cómo reviertes el acto de irreflexiva complicidad de un niño con los saqueadores para que se vuelva una toma de consciencia sobre la diferencia entre el bien y el mal? ¿Qué nuevo orden ciudadano instauras en una comunidad que linchó salvajemente a dos jóvenes representantes de ventas al tomarlos por secuestradores? Y, sobre todo, ¿qué posible viabilidad puede tener un país donde los latrocinios los cometen los propios habitantes en un escenario de inmoralidad universalizada donde ya no puedes tener siquiera la seguridad de que los productos transportados lleguen a su destino?
Algo ha fallado aquí de manera calamitosa. Y, en este entorno de permisividad que vivimos, con unas autoridades acobardadas irremisiblemente por el espantajo de 1968 cada vez que les toca intervenir para salvaguardar el orden público, el pronóstico es funesto. No sólo eso: por ahí, se escuchan voces que justifican los desmanes porque resultarían de la perenne injusticia social que ha conllevado estoicamente el “pueblo bueno”. Sí, esto se va a poner todavía peor.
La ilegalidad se vuelve una forma normal de vida para la gente y, por si fuera poco, en las acciones de rapacidad participan mujeres y niños