Una Iglesia de culpables
El reporte policiaco de los abusos cometidos por 300 sacerdotes católicos contra más de mil niños en Pensilvania es una ventana al verdadero infierno y una evidencia más del encubrimiento sistemático de una Iglesia que prefiere proteger a sus criminales que a las víctimas. Lo documentado requiere de un estómago fuerte: cuatro sacerdotes desvisten y colocan a un niño en una cruz para tomarle fotos, que luego circulan entre colegas, mientras le dicen que juegan a la pastorela, o curas que le obsequien a sus víctimas cruces doradas para señalarlos como blancos fáciles, ya domados, a otros depredadores.
El Vaticano expresó pronto su “vergüenza y dolor”, como siempre sin acciones al calce, mientras Bill Donohue, el presidente de la influyente Liga Católica gringa, exclamó que el documento es “una mentira obscena”, porque acusa de violaciones múltiples cuando violación “solo se da cuando hay penetración”, y el cardenal mexicano Sergio Obeso añadió que las víctimas “deberían tener tantita pena porque suelen tener cola que les pisen, muy larga”.
Bien sabemos que estas atrocidades no se limitan a Pensilvania. Se dan, a través de similares mecanismos de manipulación, en todo lugar bajo la sombra de la cruz. Se dan porque la Iglesia se pregona y actúa como autoridad divina, incuestionable y vertical, donde el desafío entraña la condena eterna. Porque asume al sexo como principal pecado, fijación y ariete. Y, sobre todo, porque la complicidad y el encubrimiento abarcan a unos fieles que prefieren creerle al victimario, eligiendo no hablar del tema, agachando la cabeza, minimizando los hechos — como si violar niños fuera quítame estas pajas— y afirmando que, como la Iglesia hace obras buenas, las denuncias deben ser cosa del demonio. Esta omertá perversa es la que condena a buena parte de la niñez católica a horrores como los arriba citados.
Quizá por eso, en nuestro país la tardía condena papal que mandó a Maciel a hacer “oración y penitencia” ni siquiera fue hecha pública; la orden anunció, en vez de la verdad, que el fundador se retiraba a descansar por voluntad propia luego de su santa y fructífera vida. No hubo oración ni penitencia alguna, pero el Vaticano se conformó. Y lo mismo hizo casi todo México.