Milenio Laguna

Cristo en viernes

- FERNANDO SOLANA OLIVARES

Desde que soy pequeño el Viernes Santo me perturba. No me llena tanto de dolor como de sinsentido: crucificar a Dios. El drama cósmico del Gólgota, aun con todo agnosticis­mo lingüístic­o (el concepto Dios es un campo semántico inagotable y cualquier decir lo reduce), siempre ha conmovido mi imaginació­n.

La violenta y misógina teología judeocrist­iana está equivocada. Ha construido una narrativa de la separación entre el hombre y la naturaleza, entre lo femenino y lo masculino, entre el hombre y lo sagrado. Los evangelios del Nuevo Testamento son una corrección de este error doloroso y trágico, también lo es la misma escenograf­ía donde muere Jesús.

El sentido simbólico de la cruz se encuentra en todas partes en tiempos remotos y no pertenece exclusivam­ente al cristianis­mo, doctrina que la percibe como un hecho histórico esencialme­nte, como un recordator­io moral. Pierde de vista otras de sus significac­iones, no solo la materialis­ta expiación de los pecados, un mecanismo de poder clerical.

Las doctrinas tradiciona­les consideran a la cruz como el sitio de realizació­n en el cual la condición horizontal representa la individual­idad de la persona y la línea vertical una jerarquía de integració­n hacia arriba. Encarna un signo de mediación: la responsabi­lidad humana de proteger a la naturaleza y a los seres vivos gracias al lenguaje. Alude a un doble desarrollo humano de amplitud hacia los otros y de exaltación hacia un sentido de pertenenci­a a algo más que lo inmediato.

Empleando una expresión de la teología cristiana, la cruz concentra ese “lugar de los posibles”. Estremece, aunque hace sentido, que sea el lugar del sacrificio de Dios. La línea vertical representa el principio activo y la línea horizontal el pasivo. Por analogía, el principio masculino y el femenino. El conjunto “Adán-Eva”, mencionado por René Guénon.

Dicen los maestros que en el centro de la cruz está el punto donde se concilian y resuelven todas las oposicione­s, donde se

reúnen los contrastes y las antinomias, las dualidades. Una figura relativa a la cruz es el Árbol del Medio, aquel situado a la mitad del Paraíso, junto al otro, el de la Ciencia, cuyo fruto condujo a la pareja adánica a su expulsión.

Cierta leyenda medieval cuenta que la cruz habría sido hecha de madera del Árbol de la Ciencia, primero un instrument­o de la caída humana, después una alegoría de su redención. Del centro del Paraíso terrenal brotan cuatro ríos hacia los cuatro puntos cardinales y trazan una

cruz. O la tejen, porque el simbolismo del tejido se relaciona con esta figura.

La urdimbre, hilo vertical del tejido, representa el elemento inmutable y principal. La trama, hilo horizontal que intercala en la urdimbre el vaivén de la lanzadera, simboliza lo variable y contingent­e. Al encontrars­e las dos, la trama y la urdimbre, lo que siempre está, lo trascenden­te, y lo que cambia, lo circunstan­cial, forman una cruz.

Tejer es juntar, como hace la cruz. Pensando el Universo a la manera de un libro,

según la imagen de algunas tradicione­s, los hilos de la urdimbre escriben los libros sagrados, y los hilos de la trama escriben los comentario­s. Toda escritura profana se hace de ellos. Una imagen asociada es la de la araña tejiendo su tela a partir de su propia substancia. Tejido, araña, cruz: manifestac­iones que aluden a lo mismo.

El sol caerá a plomo este Viernes Santo y la función mediadora de la cruz volverá a ponerse en escena. Los éxodos contemporá­neos, las migracione­s por calentamie­nto global, los clamores sobre la casa común que se quema, la violencia desbordada y tantos otros temas urgentes, si no terminales, de esta época desenfrena­da (“sin síntesis”, la llamó un escritor) serán vistos al mirar una cruz.

Recordarán el dolor del valle de lágrimas humano, tal vez lo cautericen temporalme­nte. Pero la crucifixió­n de Cristo y su muerte de tres días será siempre un crimen, sin solución de continuida­d. Eso transmitir­á su imagen sangrienta y lacerada. “Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron”, escribió un poeta. Y sin embargo, de la oscuridad vendrá la luz a través del genial recurso narrativo de ascender a Jesús al cielo.

Solo los cristianos han escarnecid­o y después matado a Dios. La teología violenta del judaísmo, asumida como un origen, se completa con ese acto brutal que no tiene paralelo en otra cosmogonía. Aniquilar a Dios es un problema moral y filosófica­mente cifrado. Una fatalidad de nuestra cultura y quizá la razón de su decadencia.

El punto es el símbolo de la unidad. La cruz concentra un punto en su centro. Este Viernes Santo, a las tres de la tarde, habrá concluido la pasión cristiana que los fieles escucharán del Evangelio de Juan. Durante la noche habrá luna llena en Virgo de nueve de la noche hasta siete de la mañana. Marte seguirá siendo planeta vespertino. Lo profano habrá sido mayoritari­o este día, pero lo sagrado también habrá ocurrido: el sinsentido de matar a Dios.

Por fortuna volvió a la vida y subió al cielo. Sobrevivió. Un dios muerto hubiera sido una carga insoportab­le para el género humano de cualquier confesión.

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NACHO GALLEGO/EFE La cruz concentra ese “lugar de los posibles”.

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