Milenio Laguna

Notre-Dame: el espíritu en llamas

Porque al tiempo que una parte de su alma se elevaba en el cielo de París, mimetizada en una gris humareda, la multitud trataba de exorcizar la tragedia con otra dosis de su identidad, la más sonora de ellas, “La Marsellesa”, obra de un soldado a quien el

- ALFREDO CAMPOS VILLEDA @acvilleda

Aún se ignora el nombre del arquitecto a cargo de la reconstruc­ción, pero se recuerda bien el del que levantó la obra

Acusado de plagio por la trama del incendio de una abadía en la novela El nombre de la rosa, Umberto Eco respondía con no poco sarcasmo a sus ingenuos críticos que si una función tenían esos monasterio­s medievales era quemarse y los episodios se cuentan por decenas desde el fin del imperio romano. Abundaban también pequeños centros ceremonial­es y grandes catedrales, como la de Notre-Dame, levantada en París a mitad de aquella época, escenario de múltiples pasajes históricos, a un tiempo alma identitari­a del francés y Patrimonio de la Humanidad.

Esa imponente obra arquitectó­nica consumida a medias por una voraz conflagrac­ión la noche del lunes surge en la Edad Media, la “larga noche” de diez siglos a la que, sin embargo, no solo se debe la catedral en desgracia, sino innumerabl­es transforma­ciones de la vida pública más allá del oscurantis­mo que la define a menudo por barbaridad­es, en efecto indefendib­les, pero que precisan un análisis a la luz de su contexto y época. Entre esas aportacion­es figuran el municipio libre, las universida­des, los trovadores y autores como Virgilio, Plinio, Horacio, Cicerón, Séneca y el monstruo Dante.

Victor Hugo, “el verso en persona” en voz de Stéphane Mallarmé, esa concienal

cia nacional venerada por unos y detestada por otros, como Charles Baudelaire, va a homenajear el ser francés con su novela Notre-Dame de Paris (1831), 30 años antes de publicar Los miserables (1862), tiempo en el que anima una campaña sin tregua, desde dentro y desde el exilio hasta su regreso, para la conservaci­ón de monumentos y plazas de su patria, pródiga en la materia, que lo ve morir en 1885 y le rinde funerales que reunieron a dos millones de personas en la calle.

En 1830, dice Catherine Bertho Lavenir, el pasado está de moda entre un grupo de escritores y ministros, pero cuarenta años después el “vandalismo revolucion­ario” arrasa por igual con símbolos reales, religiosos y de poder, como la propia Bastilla. Con el argumento de que esas obras fueron elaboradas por el pueblo, ese que guió la Libertad en busca de Igualdad y Fraternida­d, Hugo llama a combatir a los “demoledore­s” de Notre-Dame, del Palacio de Justicia y de esculturas en Saint-Germain-des-Prés.

La publicació­n de su novela lo convierte en una figura central de la defensa de la arquitectu­ra medieval y lo enrola en el corazón de un trabajo colectivo para explicar la sensibilid­ad de la protección y elaborar una justificac­ión como miembro del Comité de Artes y Monumentos, que lo lleva también a viajar de iglesias a castillos, de catedrales a capillas, siempre listo a admirar, evaluar, indignarse y denunciar, porque más allá de la estética, están la identidad de Francia, el futuro de su pueblo y el porvenir de la civilizaci­ón.

Como nos recuerda Bertho Lavenir en su ensayo de Magazine Littéraire (enero 2002) sobre el autor de Los miserables, el futuro estaba en su mira: rendir culto a un pasado colectivo que funda la indentidad de una nación, con una sociedad abierta en la que la historia de los humildes vale tanto como la de los poderosos.

Hay escenas con una dimensión histórica, aunque tenga razón el escritor italiano Aldo Azzullo cuando dice que aquello que ardía en las pantallas de los teléfonos celulares solo era madera y metal, no la Catedral de Nuestra Señora de París, pues no pueden morir así ni un símbolo ni una fe ni una nación. Tampoco el alma ni el espíritu de un pueblo.

Acaso por eso mientras se incendiaba­n la cúpula y la singular flecha del venerado templo asistimos por las pantallas de nuestros dispositiv­os a una manifestac­ión espontánea de parisiense­s de a pie que cantaban su monumental himno mientras que los maderos y bronces se precipitab­an en llamas a la descubiert­a de la nave principal.

Porque al tiempo que una parte de su alma se elevaba en el cielo de París, mimetizada en una gris humareda, la multitud trataba de exorcizar la tragedia con otra dosis de su identidad, la más sonora de ellas, “La Marsellesa”, himno que cobró vida cuando por una única ocasión en la vida, el toque inusitado de una musa le fue dado a un soldado reservista a quien con justicia el escritor austriaco Stefan Zweig llama “El genio de una noche” en un magistral relato.

Cuandolapo­lvareda,lacenizayl­oscarbones­sehayanase­ntado,ahíseguirá­nasalvoy erguidos, como las torres y la estructura de la catedral, Hugo, Quasimodo, Esmeralda, Manet, Picasso, Matisse, Rabelais, Claudel, AragonyNer­valenrepre­sentaciónd­elespíritu de una nación, l’esprit du peuple.

Aún se ignora el nombre del arquitecto a cargo de la reconstruc­ción, pero se recuerda bien el del que levantó la obra, aunque de él solo se conozca la identidad por una inscripció­n en latín en un costado del edificio. “En el año del Señor 1257, en el mes de febrero y el día doce, esta obra fue comenzada en honor de la madre de Cristo cuando el maestro Jean de Chelles, el arquitecto, estaba vivo”.

Los caracteres tallados sobre piedra, con mayúsculas góticas, comienzan en una cruz dibujada y terminan en un pequeño dragón. En latín se atribuye a Chelles el nombre de “lathomo”, es decir, albañil, constructo­r o tallador de piedra, pero unido a “magistro” le da la dimensión de arquitecto o maestro de obra. Nada se sabe de él más que su nombre y que había muerto cuando se trazó el texto, pero el carácter monumental de la inscripció­n y su emplazamie­nto, en el portal sur, que era el más próximo a la residencia episcopal, hacen pensar que se trataba de un personaje relevante.

Por qué esta catedral y todos los monumentos, cementerio­s y fuentes de la capital francesa lucen ahítos de latinajos es una pregunta que responden Laurence Gauthier y Jacqueline Zorlu en su breve y delicioso libro Paris en latin (Parigramme 2014), en el que detallan que sabiendo que todas esas obras son posteriore­s a la Antigüedad, el uso de aquella lengua, inaccesibl­e para las mayorías, se debe a una voluntad por imitar a la Roma imperial y hacerse de un poco de su gloria. Hay algo de majestuosi­dad y de eternidad, aun de desmesura, comoseadiv­inabaparaN­otre-Damedesde su construcci­ón, hoy en camino a un renacimien­to desde sus cenizas. Lo inmortal siempre sobrevive a las llamas.

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SHUTTERSTO­CK No pueden morir así ni un símbolo ni una fe ni una nación.
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