Suspicaces y sabiondos
Para el conspiranoico, sospecha y evidencia son una misma cosa. Si algo le sale mal, la culpa es de cualquiera menos suya
De Galilei a Hawking, la mala fe ha invadido cuanto de bueno había; somos los demás unos supersticiosos impenitentes
¿Qué es la conspiranoia? El neologismo se ha puesto de moda, en buena parte gracias a la superchería rampante que hace su nido en las redes sociales. En su etimología coinciden el horror primordial del paranoico, la maldad infinita del conspirador y el ansia redentora del pirómano, por eso es natural que sus pesquisas recelosas y monomaniacas se sostengan en métodos apenas diferentes de los empleados por el Santo Oficio. ¿Dónde, sino en el coco
del conspiranoico, celebrarían las brujas sus aquelarres?
Creen los conspiranoicos —vale decir que tienen la absoluta certeza— que a este mundo lo mueven sólo fuerzas oscuras y malévolas. Dudar de su palabra o reducirla al rango de especulación es ubicarse fuera del raciocinio, cuando no dentro de La Gran Conjura. Hay que ver el desdén —compasivo, magnánimo o furioso— con el que tratan a quienes no compartimos sus maquinaciones, más todavía si éstas son descabelladas y repelentes a la controversia. Fieles al pensamiento binario que les permite ser al propio tiempo jueces, fiscales y testigos (amén de especialistas, si fuera necesario), no ubican a sus múltiples detractores sino en uno de dos equipos, a saber: los tontos o los cínicos. Lo demás es mentira, a no dudar urdida por los conspiradores para hacer nebuloso y relativo cuanto ellos miran obvio y transparente.
Toda forma de azar, a ojos conspiranoicos, es fruto de una trampa armada a la distancia por una camarilla omnipresente a la que nada, nunca, se le escapa; de ahí que les sea fácil encontrar conexiones delatoras entre los hechos más distantes entre sí. Lejos de titubear, ríen a carcajadas —sardónicas, amargas, belicosas— de las que otros llamamos casualidades, a las que suelen dar aún menos crédito del que merecería un niño fantasioso. “¡Por favor…!”, nos regañan, entre el escándalo y la hilaridad. En su febril cerebro dos más dos pueden dar tres, cinco o cien, según le sea más cómodo a su devoción ciega por el sobresalto.
Lo suyo, desde luego, es la leyenda. Poco de raro tiene para un conspiranoico que los villanos envenenen niños, roboticen empleados o practiquen lobotomías a control remoto mediante golosinas, refrescos y alimentos elaborados con esa intención, que por supuesto es parte de un complot para hacerse con el control del mundo. Cosa, por lo demás, perfectamente lógica para quienes crecieron execrando a villanos de la calaña de Lex Luthor, el Guasón y el Pingüino.
No suelen divertirles los deportes, por cuanto en ellos ven pruebas flagrantes de negocio indebido y podredumbre a todos los niveles. Para el conspiranoico, sospecha y evidencia son una misma cosa. Si algo le sale mal, la culpa es de cualquiera menos suya. Tiene entonces licencia para fracasar, ya que a cada tropiezo le corresponderá el pequeño triunfo de confirmar sus más negras hipótesis. Si al resto de la gente le carcome la duda y es presa recurrente de la incertidumbre, el suspicaz sabiondo dispone de unas cuantas fórmulas infalibles para desentrañar cualquier enigma y reducirlo todo a blanco y negro. Como tantos fanáticos, mamó la frustración desde muy joven, o quizá la heredó de unos padres rabiosos y resentidos, igual que un catecismo destructor.
Las ciencia y la cultura tampoco guardan el menor secreto para los pesimistas delirantes, pues una y otra sirven indefectiblemente al plan maestro de los conspiradores. De Galileo Galilei a Stephen Hawking, la mala fe ha invadido cuanto de bueno había en el planeta. Somos pues los demás —ahora resulta— unos supersticiosos impenitentes. Nos han enajenado los mafiosos al extremo de hacernos creer en patrañas tan viles como el viaje del hombre a la luna o la supuesta redondez de la Tierra. ¿Y por qué no, de paso, el Holocausto?
Nunca falta un molino subrepticio al que lleve agua la conspiranoia. Xenofobia, racismo y otras plagas infames encuentran ahí su caldo de cultivo. El resto de la historia ya lo conocemos.