La ira secreta de los más cuotas
La vida secreta de las mascotas 2 me gustó. Me gustó que Max, el perro protagonista, aprenda a querer al marido y al hijo de su dueña. Me gustó su encuentro con Rooster, un perro de granja que lo ayuda a superar sus miedos. Y me gustó que Snowball, el conejo con ínfulas (y pijama) de superhéroe, reciba el nuevo avatar que le prodiga por su dueña —un disfraz de princesa— con una alegría
que es guiño a una era que concibe la identidad sexual como cosa fluida. Me pareció, pues, que, aun si producto mainstream para público infantil, aborda temas psicológica y socialmente complejos y lo hace con gracia.
Carlos Aguilar, crítico del sitio web The Wrap, no parece haber visto la misma película, que describe como “una oda animada a la heteronormatividad, la masculinidad tóxica y la cosmovisión patriarcal”. Porque la dueña de
Max se casa con un hombre y tiene un hijo —lo que “en este universo de ficción es claramente la única progresión natural en la vida de una mujer”— sin “hacer intento alguno por diversificar la noción de lo que constituye una familia hoy”. Porque Rooster ejerce, en su masculinidad lacónica, una “validación sin complejos de un comportamiento que el grueso de la sociedad está tratando de erradicar”. Y porque Snowball —tras cele
Una sociedad diversa supone una diversidad de narrativas
brar el atuendo de princesa, lo que Aguilar olvida en su andanada militante— “se arranca el vestido” —cosa que no sucede— “para vestir cadenas, ropa holgada y un sombrero a fin de rapear sobre lo macho que es”.
Lo que Aguilar piensa —y no está solo— es que cada película debe ser un panfleto sobre la diversidad sexual, el empoderamiento femenino y la masculinidad sensible. Son sin duda filones narrativos ricos —verbigracia Call Me By Your Name o La mujer maravilla— pero ni son los únicos ni abarcan la totalidad de la experiencia humana. Una sociedad diversa supone una diversidad de narrativas. Ninguna debe ser tenida por modélica, ya que son justo los modelos normativos lo que estigmatiza siempre a una parte de la población. Y su solvencia moral no deriva del número de cuotas que exhiben sino de su capacidad para tocarnos —en acto, palabra o ladrido— con su humanidad.